30 06 2018 EL ARTISTA SOLITARIO DE UÑA
El artista solitario de Uña
Hay personas, con méritos o sin ellos, que tienen una
extraordinaria facilidad para estar siempre en candelero y otras, estas sí con
una biografía sólida, bien asentada, cuya vida transcurre en un ambiente de
absoluta discreción, sin que su nombre o su imagen aparezcan jamás en los
medios informativos, hasta el punto de que alguien podría llegar a dudar
incluso de su existencia real. A lo largo de mi vida periodística he encontrado
muy significativos ejemplos de una cosa y otra y no se qué me maravilla más, si
la enorme habilidad de los primeros para encontrar de manera constante el sistema
eficaz para que sus nombres aparezcan una y otra vez, por el motivo más fútil,
además de ser reclamos constantes para todo tipo de eventos sociales o el
discreto retiro en que se mueven los segundos, ajenos a las vanidades de este
mundo controlado por la publicidad, las imágenes y los gabinetes de
comunicación, de manera que quien no participa de esos mecanismos,
sencillamente, deja de existir. Nos olvidamos de él.
Viene
esta meditación a cuento de unas recientes referencias hechas en voz alta, en
un acto público, al pintor Luis Roibal, que desde hace años vive un silencioso
aparte en el pueblo de Uña. Nacido en Cuenca en 1930, la vida del artista ha
pasado por incontables etapas, desde que se inició como aficionado en su ciudad
natal a la vez que dibujante en el viejo Ofensiva, hasta recorrer las galerías
de exposiciones de medio mundo, incluyendo una larga estancia en Estados
Unidos, donde su obra se encuentra entre las mejor valoradas (artística y
económicamente) entre los pintores españoles contemporáneos. Un episodio
singular en la vida del artista fue su activa participación en la recuperación
de buena parte del patrimonio nacional, tras los desastres de la guerra y ahí
aportó su conocimiento de la materia para contribuir de manera muy eficaz a dar
forma a las calles y plazas del casco antiguo de Cuenca, entonces un entramado
cochambroso entre la ruina y la escombrera, buscando y trayendo rejas, escudos
y portalones que sirvieron para sustituir a los que habían desaparecido.
A Luis
Roibal dediqué un comentario hace apenas un par de años, a cuenta de sus
pinturas para la iglesia de San Felipe, probablemente el último trabajo
realizado por el artista en Cuenca. Y al que podría (debería) añadirse uno más,
justamente el que dio origen a las menciones que sobre él se hicieron días
atrás. Hace ya muchos años, en su época creativa más dinámica, por encargo del
Ayuntamiento pintó un cuadro con la efigie de Julián Romero, el general de los
tercios de Flandes de cuyo nacimiento se cumple ahora el quinto centenario. La
obra, que debería estar expuesta dignamente en un lugar bien visible del
edificio municipal y permanece escondida en los almacenes del Museo de Cuenca,
se encuentra en un avanzado estado de deterioro del que sería conveniente
saliera mediante la oportuna restauración y acondicionamiento, cosa que por
ahora solo puede hacer el propio Roibal. No estaría mal que en el seno del
consistorio, tan preocupado por cuestiones trascendentales como el tráfico, la
limpieza o el toro de cuerda, se hiciera un hueco, pequeñito, para atender
cuestiones que muchos consideran insignificantes, como prestar atención a una
obra de arte, recuperarla de donde quiera que esté, restaurarla y exponerla en
forma debida para que todos podamos volver a contemplarla. Y de paso recuperaremos
su figura, desde hace años voluntariamente retirado a ese pequeño paraíso
natural que es el pueblo de Uña, donde ejerce con sobriedad su papel de artista
solitario, alejado de las perversas vanidades de este mundo artificioso y
vocinglero.
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