29 09 2018 DE CUENCA A CUENCA, EL NUNCIO CARRASCOSA
De Cuenca a
Cuenca, el nuncio Carrascosa
La tarde, otoñal
ya, aparece tibia, con los primeros frescores del tiempo que está llegando, lo
que no impide que, todavía, algunos temerarios ocupen las terrazas (las que aún
quedan) de la Plaza Mayor, sumergiéndose en la luz del ocaso, quizá el momento
más sugestivo del día para este maltratado rincón de la ciudad. El paseante,
yo, se entretiene moroso en cualquier rincón del escenario bien conocido pero
siempre nuevo, con un detalle insólito que descubrir.
A los pies de la
catedral, una figura episcopal, de llamativo solideo púrpura y fajín no menos
vistoso, del mismo color, charla con algunas personas. Antonio Pérez, que pasa
por allí, me pregunta si nos han cambiado al obispo y este es el nuevo. No, le
digo, este es otro obispo, al que bien podríamos llamar, jugando con los
conceptos y las palabras, el otro obispo de Cuenca o el obispo de la otra
Cuenca.
Andrés Carrascosa
(Cuenca, 1955) cambió pronto la orientación pastoral inicialmente propia de un
sacerdote para entrar en ese territorio alambicado, misterioso, adornado de
míticas repercusiones, que es la diplomacia vaticana, para la que se preparó de
manera conveniente en un largo proceso de estudios, licenciaturas y doctorados,
de manera que solo tenía 30 años cuando ya estaba por tierras africanas,
cubriendo un amplio territorio que abarcaba Liberia, Sierra Leona, Guinea
Conakry y Gambia. La siguiente etapa le devolvió a Europa, primero en la
nunciatura escandinava y luego en la propia sede vaticana, en la Secretaría de
Estado, que le envió a tomar parte en la Conferencia sobre la Seguridad y la
Cooperación en Europa, experiencia que le proporcionó materia para escribir un
libro editado en Cuenca en 1990. Después de eso, vuelta a las nunciaturas,
dando el salto a América. Primero Brasil, luego Canadá, a continuación Panamá y
desde el año pasado, Ecuador.
. Ahí, en ese remoto
y pequeño país, que genera hacia España docenas de miles de emigrantes en busca
del remedio laboral y económico que les ayude a sobrevivir, se encuentra un
lugar llamado Cuenca, fundado con ese nombre por el virrey Hurtado de Mendoza
el lunes santo de 1557. A
lo largo de los años ha habido numerosas ocasiones para comprobar la devoción y
entusiasmo que los cuencanos de allá sienten hacia la Cuenca de acá, que
devuelve ese cariño con el más frío desapego. Llega la cosa a tanto que incluso
el nombre inicial de la actual avenida de San Ignacio de Loyola, dedicado al
río Tomebanba, fue suprimido por las buenas y aún hoy, nada se puede encontrar
aquí, ningún símbolo visible o alegórico, de aquella ciudad americana, presuntamente
hermanada con la nuestra, aunque eso tampoco debe extrañar mucho: aquí hay un
absoluto abandono en cuestiones de hermanamientos, más grave y llamativo en el
caso que estoy comentando. Si el seno del Ayuntamiento hubiera alguna vocación
por ejercer esas tareas, se establecería como obligatorio que cada alcalde
viajara, al menos una vez durante su mandato, para visitar la Cuenca del
Ecuador.
Como eso no se
hace, ni creo se vaya a hacer nunca, se podría aprovechar este singular momento
para que el nuncio Carrascosa (que, por cierto, ya ha visitado y conoce bien la
Cuenca andina), ejerza de alguna manera de hilo comunicador para enlazar, por encima
de mares, montañas y llanuras, estas dos ciudades similares en el nombre y tan
alejadas como desconocidas entre sí. Aunque lo que realmente sería bueno,
bonito y quizá incluso barato, es que en seno de la Cuenca española tomara
forma algún tipo de presencial real de la Cuenca americana.
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