28 08 2016 LA INUTILIDAD DE UN APARATOSO BOSQUE DE ACERO
La inutilidad de un aparatoso Bosque
de Acero
Es una imagen que tiene su
correspondiente carga de ironía: el pasado, lo tradicional, lo artesanal
incluso, ejerce una victoria incontestable sobre la modernidad, el diseño
avanzado, la apuesta ambiciosa a no se sabe bien qué y probablemente ahí está
la raíz última de lo sucedido, que nadie tenía conciencia clara de hacia dónde
se embarcaban ni qué pretendían conseguir, más allá de las rimbombantes palabras
que los políticos profesionales tienen siempre a punto para envolver con ellas
la carencia de ideas. Y así, al cabo del tiempo, los tinglados feriales siguen
llegando puntualmente a Cuenca cada mes de agosto para levantar sus estructuras
en el mismo paisaje desolado donde siempre montan sus cuarteles. Una vez tras
otra, siguiendo rigurosamente el ritmo del tiempo, con la habilidad que saben
ejercitar estos feriantes, de sus camiones y caravanas salen las piezas para
ensamblar y dar forma al repertorio de diversiones, chiringuitos, tómbolas y
demás escenarios de la vieja mecánica ferial, en la que de vez en cuando se
insertan entretenimientos cada vez más atrevidos, más arriesgados, de los que
lanzan los cuerpos hasta donde lo permite la fuerza centrífuga de los motores.
El suave rumor del Júcar, apenas a unos metros, refresca el agobio canicular.
A su lado, contemplándolo todo con
el estoicismo de la derrota, el mamotreto modernista, de líneas absurdas e
incomprensible estructura que debería acoger la celebración de la feria,
dormita aburrido, cansado de su propia inutilidad. Al comienzo, los primeros
años, la gente aún se preguntaba extrañada para qué servía o podría servir eso.
Algunos, incluso, hemos hecho de improvisados guías turísticos para mostrar el
disparate a amigos venidos de fuera, ansiosos siempre por conocer lugares
exóticos y obras estrambóticas. Entre ellas ocupa ya un lugar destacado esta
extraña edificación planeada para servir de recinto ferial permanente y a la
que se bautizó de inmediato por la voz popular como Bosque de Acero.
El proyecto fue presentado en 2004 como obra del arquitecto
Rafael Moneo, aunque realmente no lo firmó él, sino su hija Belén; las obras se
iniciaron en 2007 sobre una superficie de 57.430,43 metros cuadrados ,
con el objetivo de construir un pabellón central acristalado con aforo para un
millar de personas, una zona ferial de carácter multiusos, un auditorio al aire
libre con capacidad para nueve mil personas, un teatro para mil espectadores, un
lago artificial navegable con botes de recreo además de zona de bares, pista de patinaje y la
urbanización del espacio circundante, con amplios aparcamientos. El faraónico
proyecto, propio de la época del despilfarro, responsable de la ruina que vino
a continuación, quedó interrumpido tras la laboriosa edificación de su primer y
único componente, una estructura de acero y cristal perfectamente inútil para
cualquier cosa. Inapropiado como recinto ferial, en él se han intentado algunas
ideas, como una Feria de la Tapa, una exposición de
grandes esculturas y algunos conciertos de rock, con la consecuencia de que
ninguno de los promotores de tales iniciativas han tenido ganas de volver a
repetirlas, tras constatar cada uno de ellos la inadecuación de semejante
espacio. El único mérito hasta ahora conocido de esta obra es la de ser una
gigantesca escultura plantada en medio de un árido paraje desangelado que
ahora, además, sirve de enorme y generoso panel para que los graffiteros
ejerciten sus actividades ayudando a decorar la fría estructura.
Naturalmente,
podríamos preguntarnos por qué un Ayuntamiento, un ente formado por personas
que piensan y entienden, se embarca en un proyecto faraónico de semejantes
características. Hay una explicación prosaica, que se ha repetido en algunas
ocasiones: la abundancia de dinero nubla el entendimiento. Cuando un
Ayuntamiento tiene a su disposición más capital circulante del que necesita
busca desesperadamente cualquier manera de gastarlo y como las necesidades
cotidianas (ya saben: asfaltar las calles, limpiar las fachadas, conseguir que
los semáforos funcionen) no son suficientes para satisfacer ese propósito,
recurre a objetivos mucho más ambiciosos, sin calcular la utilidad que pueda
tener y menos aún la forma en que podría utilizarse una vez terminada la obra.
Y ahí está el resultado: los
feriantes montan sus tinglados donde siempre, devolviendo al lugar, durante
unos días, esa actividad frenética propia de las fiestas. A su lado, el Bosque
de Acero dormita plácidamente, consciente de su maravillosa disfuncionalidad de
la que, me temo, nadie acertará nunca a sacarlo.
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