18 11 2017 SOCIABILIDAD COLECTIVA ESPERANDO EL AUTOBÚS
Sociabilidad colectiva esperando el
autobús
Los
seres humanos, generalmente, nos dejamos llevar por ideas preconcebidas,
tópicos repetitivos que alcanzan la categoría de verdades inmutables e
indiscutibles. Por ejemplo, es fácil pensar que todo el que monta un negocio,
del tipo que sea, lo mismo una tienda de ropa de moda que una heladería, un
puesto de frutas que un concesionario de automóviles, aspira, como objetivo
principal, a ganar dinero. No creo que haya ningún comerciante que mantenga
abierto un local por amor al arte; al contrario, podemos estar convencidos de
que si las cosas van torcidas y le amenaza el desastre económico, actuará con
sensatez y echará el cierre al presunto negocio.
Esta
idea, que seguramente puede compartir cualquier persona lectora, tiene una
clamorosa excepción entre nosotros: la empresa que gestiona los autobuses
urbanos de esta ciudad no tiene ningún interés en ganar dinero. Más aún,
desprecia olímpicamente esa posibilidad y, si surge la oportunidad, prefiere
perder clientes antes que admitirlos como pasajeros. Hay múltiples ejemplos pero
voy a relatar el que pudimos vivir el pasado domingo en la estación del AVE. El
tren procedente de Sevilla entra en los andenes a las 9,27 de la noche.
Empiezan a bajar no menos de cien pasajeros que emprenden el camino de las
escaleras mecánicas y los ascensores. Cuando llegan al vestíbulo de la estación
son las 9,30 y contemplan, entre incrédulos, sorprendidos y cabreados, que el
autobús emprende camino, totalmente vacío, dejando en tierra a todo el mundo.
Algunos hacen gestos intentando llamar la atención del conductor que, como va a
lo suyo, sigue la marcha, imperturbable y seguramente feliz: ha cumplido
rigurosamente el horario y el reglamento. Los pasajeros chasqueados se
precipitan sobre los cuatro taxis disponibles, y los que tienen amigos esperando
hacen hueco para acoger a los demás. Naturalmente, si la estación estuviera en
el casco urbano no habría especiales problemas: un paseo y ya está, pero como
nuestros inteligentes y nunca bien ponderados políticos decidieron llevarla a
la estratosfera, llegar andando desde allí a la ciudad no es precisamente un
ejercicio saludable.
No
es esta la única peculiaridad del singular mecanismo de transporte público que
disfrutamos en esta benemérita y, desde luego, impertérrita ciudad. Uno de los
matices que yo más valoro es el intenso ejercicio de sociabilidad que
realizamos durante el tiempo, en algunos casos larguísimo tiempo, que dedicamos
a estar en las paradas esperando que un autobús tenga la bondad de venir a
recogernos. Es muy interesante ver cómo van llegando personas que preguntan,
esperanzadas, si ha pasado o se espera que pase tal o cual número de línea y
que, a continuación, comienzan a contarse unas a otras aspectos de su vida. Si
son forasteros, cosa que ocurre con frecuencia los fines de semana, inquieren
matices de la vida conquense o nos cuentan los de su lugar de origen. Así se va
formando un amigable grupo social, que va engrosando a medida que pasan los
minutos. Con tres cuartos de hora de espera nos obsequió el otro día un autobús
que debería pasar cada quince minutos. Nada, una minucia. Son los encantos de
la vida cotidiana en una apacible capital de provincia..
Con
todo, no debemos mostrarnos quejosos ni protestar en exceso. La última vez que
el concejal responsable informó de mejoras en el servicio suprimió líneas,
eliminó paradas, aumentó el intervalo de paso de los vehículos y, de propina, a
los dos días subió el precio del billete. De manera que más vale dejar las
cosas como están, por si acaso.
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