24 08 2019 PASAR BIEN EL RATO, COMO ÚNICA PRETENSIÓN




Pasar bien el rato, como única pretensión

Los seres humanos tenemos manías, costumbres, seguimos rituales establecidos a los que ajustamos nuestra conducta. A mí, que llevo a mis costillas tantos miles de artículos, que suelo afrontar con seriedad, siempre me cuesta trabajo encontrar tema apropiado cuando el calendario trae un periodo festivo, que parece invitar a dejar en los márgenes cualquier preocupación y, desde luego, materias que puedan alterar, aunque sea algo tan leve como un comentario periodístico, la pacífica y alegre tranquilidad de los ciudadanos enfrascados en el arduo problema de cómo organizarse para disfrutar de las fiestas. En condiciones normales, figurones notables como el ministro canalla por antonomasia, Salvini, o descerebrados que andan sueltos por ahí –Trump, Boris Johnson, Quim Torra- o situaciones esperpénticas que nos acongojan diariamente -¿qué pretende Pablo Iglesias con su estúpido comportamiento?- o preocupaciones misteriosas como saber cuándo va a empezar a reaccionar el Ayuntamiento de Cuenca para sacar a la ciudad del atontamiento generalizado en que se encuentra, darían tema suficiente para llenar el espacio disponible no de un artículo sino de una enciclopedia temática. Pero parece un contrasentido fuera de lugar pretender que el personal distraiga sus miradas del principal objetivo de estos días: pregón, cabalgata, ferial, luces fantásticas, los niños en el tiovivo, los mayores en el chiringuito, tómbolas, castillos en la arena, entretenimientos varios e incluso corridas de toros, si el cielo encapotado lo permite.
        Estas curiosísimas ferias de agosto, simbólicamente amparadas bajo el manto protector del bueno de San Julián, al que se sigue apelando por más que su protagonismo en el programa es mínimo, por no decir nulo, tanto se fuerza el calendario para traerlo hasta aquí desde enero, tienen un encantador aroma pueblerino con tan escasas pretensiones que casi nadie espera mucho de ellas, aparte poder cumplir el sano objetivo de pasar el rato, haciendo lo de siempre con la sencilla pretensión de poder ver cómo pasan los ratos de la manera más inocente que se pueda imaginar. Son fiestas hechas para el consumo interno, sin ninguna viabilidad turística, que nos harán ir todas las tardes, de forma cansina, hacia el recinto ferial convencidos de que tenemos por delante diversión garantizada. Un programa cultural inexistente (¿se acuerdan cuando había Festivales de España en el parque y actuaciones de postín en el Auditorio?), un programa deportivo descafeinado (¿se acuerdan cuando había torneos de baloncesto y balonmano, con equipos de campanillas e incluso concurso de caballos?) han ido dejando huecos de importancia en las páginas del folleto oficial, en el que comparecen, faltaría más, todos los que ocupan algún cargo público y que desde esa tribuna nos desean lo mejor, bondadosas intenciones que agradecemos y compartimos.
       Han arrancado las fiestas de San Julián, al que los hagiógrafos de andar por casa siguen llamando de origen burgalés, sin enterarse de que ya hace mucho tiempo quedó establecido que había nacido en Toledo, de donde procedía, pero siempre ha sido muy difícil romper los tópicos repetitivos y tampoco yo lo voy a conseguir ahora, por más que me empeñe. Las carrozas con su escenografía de fantasía y el reparto a voleo de caramelos y confetis, la iluminación colorista del recinto ferial, el rumor de los paseantes, el tran tran de los espectáculos girando incansables en torno al eje de cada cual, son los ingredientes de estos días. Al fondo, silencioso, triste, oscuro, recubierto de pintadas ostentosas, el que debía ser punto central de la fiesta, el Bosque de Acero, languidece con parsimoniosa dejadez, objeto, como mucho, de alguna mirada burlona.

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