27 01 2018 HAY VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
Hay vida después de la muerte
No creo que se den muchos casos en que la persona cuyo
nombre sirve para denominar un centro de enseñanza mantenga relaciones íntimas
con él, incluso después de haber muerto y ello es así, entre otros motivos,
porque generalmente estos bautizos nominativos suelen recaer en personajes
históricos -Alfonso VIII, Hervás y Panduro, Fray Luis de León, Jorge Manrique-
que, naturalmente, ni están ni estuvieron nunca en condiciones de conocer
siquiera cual pudiera ser el aspecto físico del edificio señalado para recibir
su nombre, mucho menos aún sus características internas ni la forma de ser de
quienes lo ocupan.
Hay
un caso ciertamente excepcional y a él me refiero en estas palabras, el del
instituto Fernando Zóbel de nuestra ciudad, que fue bautizado así cuando aún
vivía la persona (no quiero limitarme a decir el artista: él fue mucho más que
eso) que corresponde a tal nombre, aceptó la designación y mientras vivió fue
un protector ejemplar del que era entonces un jovencísimo centro de enseñanza,
recién creado. Algo que duró muy poco tiempo, porque Zóbel murió en la
primavera de 1984, una situación que generalmente deriva en la natural
interrupción de aquellas relaciones, pasando el titular a ser sólo un recuerdo,
una referencia quizá sentimental, pero cada vez más lejana, sobre todo si
tenemos en cuenta la rápida sucesión de generaciones y la facilidad con que
entre nosotros se pierde la memoria.
Eso,
dicho así, escuetamente, inserto en el comportamiento normal de seres humanos e
instituciones, no funciona igual en el caso que hoy me ocupa. Van pasando las
promociones de estudiantes, de profesores y directores y año tras año, con
estricta puntualidad, cuando llega el día fatídico en que el artista encontró
la muerte inesperada en Roma, el instituto recuerda a aquella persona
excepcional acudiendo a una misa y homenaje en el cementerio de San Isidro,
donde reposan sus restos y año tras año también, desde el posterior a su
fallecimiento, se promueve un certamen de artes plásticas, que cumple ahora por
tanto 32 ediciones y que puede verse, en apretado resumen, en las salas de la
Diputación Provincial y el Centro Cultural Aguirre, donde se han recopilado
unas setenta piezas, entre dibujos, pinturas, esculturas y fotografías
premiadas a lo largo de este tiempo.
Como
sucede en cualquier colectiva y más aún si abarca un periodo tan dilatado, el
panorama artístico ofrecido en esta muestra en dispar, nada uniforme, una
amalgama de estilos, tendencias y gustos, pero en muchas de esas obras se
aprecia con claridad que quien era un joven aficionado apuntaba maneras e ideas
que, en bastantes casos, se han confirmado con el paso del tiempo, haciendo que
aquellos aprendices noveles se encuentren hoy avanzando con firmeza hacia la
madurez creativa.
Nunca
nos cansaremos (yo, al menos) de reconocer cada vez que hay ocasión la
importancia que tuvo la presencia de Fernando Zóbel en Cuenca, desde la
inalterable solidez del Museo de Arte Abstracto hasta la anecdótica mención de
su nombre en la estación del AVE y el sólido recuerdo que dejó que en la vida
ciudadana, sobre todo entre el vecindario de la parte alta. Y de lo que es
buena prueba, me parece, la pervivencia de este certamen artístico con el que,
de una manera simbólica y a través de sus jóvenes participantes, el pintor
sigue mostrándose activo, dinámico, estimulante, vivo más allá de la muerte.
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