10 03 2018 EL SOSEGADO PASEAR POR EL MUSEO
El sosegado pasear por el Museo
Recuerdo
perfectamente que cuando se inauguró el Museo de Arte Abstracto (cincuenta años
se han cumplido ya) los conquenses de toda clase y condición, incluidos los que
hasta ese momento no habían mostrado interés alguno por el mundo del arte en
general, no solo presumían del invento recién aterrizado en la ciudad si tenían
ocasión de recibir visitas del exterior, sino que ellos mismos (o sea,
nosotros, todos) subíamos con frecuenta a recorrer esas salas admirables, sintiéndonos
orgullosos, o cuando menos satisfechos, de poder contar con esa maravilla tan
generosa como inesperadamente afincada aquí. Fue así como por pura y sencilla
impregnación nos fuimos incorporando al mundo de la abstracción pictórica, del
que probablemente la mayoría no tenía hasta entonces la menor idea, para
sentirnos todos inmersos en aquel movimiento artística. Contando, todo hay que
decirlo, con la ventaja de tener a mano, directamente, a no pocos de sus
protagonistas. Ya quisiéramos que cuando vamos al Museo del Prado nos salieran
al paso Goya o Velázquez para charlar un rato con nosotros. Aquí ocurría. Ir
entonces a la parte alta de Cuenca era encontrar, ver y hablar con Fernando
Zóbel, Gustavo Torner, Gerardo Rueda, Eusebio Sempere, José Guerrero, Antonio
Saura, Bonifacio Alfonso y otros muchos que venían periódicamente y estaban por
aquí, pululando entre las callejas de Cuenca, dejándose ver y, en cierta forma,
admirar.
Aunque
no con la frecuencia que antes lo hacía, yo sigo manteniendo el ritual de
acudir periódicamente al Museo, por lo común con el pretexto de alguna nueva
exposición temporal (ahora está la dedicada a Sempere: conviene no perderla)
pero también, si a mano viene y está uno paseando por la parte alta, los pies
se dirigen como al descuido hacia ese punto mágico en que una serie de
voluntades pudieron confluir, casi como si intervinieran mágicas fuerzas
telúricas, para transformar las hasta entonces desamparadas Casas Colgadas en
el pequeño pero enorme Museo que, con sabiduría popular no elaborada,
consideramos uno de los puntos esenciales de esta ciudad y, como suelen decir
los que se dedican a la promoción política, punto de referencia ineludible
cuando se habla de Cuenca.
No
estoy seguro de que aquella afición inicial de los conquenses se haya mantenido
estable, con el mismo entusiasmo asiduo de entonces, pero sí estoy seguro,
totalmente, de que para los visitantes (cada vez me gusta menos la palabra
turista, porque está acompañada de un molesto sentido peyorativo) el Museo de
Arte Abstracto sigue siendo el lugar necesario al que ir, más allá del
inevitable consumo de morteruelo o el recorrido por hoces y torcas, Ciudad
Encantada incluida. Por eso no me sorprendió nada en mi última visita, hace
unos días, encontrar numerosas personas paseando por sus salas e incluso
haciendo comentarios acertados sobre este o aquel cuadro, en un ambiente de
apacible recogimiento. En los grandes museos, las multitudes suelen ser muy
molestos estorbos, pero en el nuestro eso no ocurre, por fortuna. La estructura,
ciertamente original, como corresponde al antiguo caserón inicial, ayuda al
paseo sosegado, la contemplación serena, el plácido sentir del tiempo sin
prisas. Las obras, en las blancas paredes, alternando en ocasiones con los
grandes ventanales que se asoman a la infinita belleza de la hoz, son
compañeras muy expresivas de quienes caminan por las agradables salas. Y a mí,
que ya voy siendo mayor, con más de una experiencia acumulada, me resulta muy
estimulante ver que el tiempo, aunque pasa, inevitablemente, mantiene incólume
algunas agradables costumbres. Solo me gustaría estar seguro de que los
conquenses, en general, siguen disfrutando de ellas.
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