PASEO POR LA AMABLE Y SUGESTIVA VILLA DE BELMONTE
Sobre un bello monte, manos habilidosas y con bastante sentido común dieron forma a un espacio urbano bien concebido y mejor trazado. No es una afirmación temeraria asegurar que el casco histórico de Belmonte es uno de los mejores ejemplares de este tipo de la provincia de Cuenca y aún de toda España, capaz de haber resistido el paso del tiempo, el descuido de quienes deberían haber sido sus cuidadores y el terrible castigo de quedar la villa marginada de las líneas del progreso desarrollista del siglo XX. Pese a todos los inconvenientes acumulados, Belmonte es un espacio extraordinariamente sugestivo, de enorme belleza, a la que contribuye el sosiego natural del lugar y la pacífica contemplación de calles, edificios, plazas y rincones. No en vano fue capaz de atraer las miradas del viajero flamenco Anton van den Wyngaerde, que en 1565 hizo en este lugar uno de sus extraordinarios dibujos en el que nos ofrece una visión general de Belmonte desde la carretera de Mota del Cuervo, recogiendo con total nitidez la línea amurallada sobre la que despuntan las dos colinas en que se asientan el castillo y la colegiata, obras ambas promovidas por el primer marqués de Villena, Juan Fernández Pacheco, al que ciertamente se debe considerar el creador de Belmonte, no solo por la cantidad de edificaciones que llevó a cabo sino porque a su alrededor formó una pequeña corte de servidores que siguieron esa misma estela, dando lugar a la construcción de palacios y conventos, actividad que fue continuada por sus inmediatos sucesores, aunque el segundo de ellos, Diego López Pacheco, cometió la torpeza de alinearse con la Beltraneja en contra de la pareja formada por Isabel y Fernando, lo que le llevó al fin del predominio social y político del marquesado.
No voy a decir nada del castillo ni
de la colegiata, sobre los que se han vertido tantos ríos de tinta que unas
pocas palabras más en este artículo no van a contribuir en nada a lo ya dicho.
Prefiero dedicarme a otros aspectos quizá menos tratados pero que convienen
mejor a la línea argumental que estoy desarrollando a lo largo de estas
semanas, para intentar ofrecer una imagen global de lo que es el pueblo, el
recinto urbano social y callejero, dividido claramente en dos sectores,
separados por la muralla, desgraciadamente ya incompleta y que se puede cruzar
por tres puertas: la de Monreal es conocida también como Arco de
Cruzar
la muralla significa ascender, porque todas las calles son empinadas, como
corresponde a un casco antiguo que se precie de serlo. Por algunas de ellas se
llega a la llamada Plaza Mayor, que no tiene el sobrio
y elegante estilo castellano, con sus casas solariegas, amplitud de espacio y
un edificio municipal como es debido, conceptos maltratados por las sucesivas
transformaciones llevadas a cabo para poner el lugar a la moda de los tiempos
modernos. Desde aquí, el recorrido callejero ofrece multitud de incitaciones
visuales. Por ejemplo, subiendo por la calle de Juan Pacheco, pronto encontramos el antiguo edificio que fue convento de concepcionistas
franciscanas. Un poco más adelante, continuando la subida, podemos encontrar,
en la acera de la izquierda una buena muestra de cómo puede mantenerse la
elegancia natural de estas edificaciones de solera con utilidad actual, como
ocurre con el antiguo Palacio de Buenavista, ahora transformado en hotel,
formando esquina entre esta calle y la de la Iglesia. Al final,
En
cambio, no hay ninguna duda sobre cual fue la casa natal de san Juan del
Castillo, ya saben, el único santo nacido en la provincia de Cuenca. Está en la
calle de Urbano Agudo, en su
número 2, con una placa señalizadora e informante. Con independencia de este
detalle entre histórico y hagiográfico, hay que decir que la calle es verdaderamente encantadora, con sabor
popular manchego. Por estas calles, a un lado y otro, alternan edificios
señoriales y algunos conventos, con elementos aislados (portalones elegantes,
magníficas rejas, innominados escudos) que transmiten al presente el esplendor
de un pasado que se alimenta de recuerdos. Ocurre, por ejemplo, en la muy larga
calle de Lucas Parra, y también en la de Recaredo Baíllo, que viene casi
desde el extrarradio, fuera de la muralla y llega hasta
Por aquí se llega también al punto donde sobreviven los restos, modificados, adaptados, en buena parte desfigurados, de aquel enorme complejo que la Compañía de Jesús preparó en la villa de Belmonte. Tenemos, por una parte, el gran paredón del edificio conventual, severo, regular, como lo era todo en la estructura conceptual de los jesuitas. Al doblar la esquina para ir hacia la calle Urbano Agudo, el letrero de la entrada principal descubre la moderna utilidad del edificio, en esta parte: Teatro Municipal. Al lado, con acceso por una elegante portada clásica, está ahora el Juzgado. Y si no lo han cambiado en tiempos recientes, aquí está también Correos. En el centro de la plaza, el brocal del pozo aporta el detalle inquietante, sugeridor de unas vivencias conventuales apenas presentidas cuando la imaginación vuela hacia ese pasado envuelto en las tinieblas de la historia.
En lo más alto de la
villa se ha podido salvar el Alcázar del Infante don Juan Manuel, al que en
tiempos ya muy pasados, cuando era una ruina en trance de extinción, Enrique
Campos dedicó no pocos artículos clamando por su restauración y en verdad que,
con paciencia, se ha conseguido, transformado hoy en un muy atractivo espacio
hotelero. Y abajo del todo, en la parte moderna de la villa, la ermita de
Nuestra Señora de Gracia pone el contrapunto sentimental con resabios
milagreros, en un amplio espacio ajardinado en el que destaca la estatua de
Fray Luis de León, obra de Leonardo Martínez Bueno, erigida por
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