09 10 2025 PASEO POR LA AMABLE Y SUGESTIVA VILLA DE BELMONTE
Sobre un bello monte, manos
habilidosas y con bastante sentido común dieron forma a un espacio urbano bien
concebido y mejor trazado. No es una afirmación temeraria asegurar que el
casco histórico de Belmonte es uno de los mejores ejemplares de este tipo de la
provincia de Cuenca y aún de toda España, capaz de haber resistido el paso del
tiempo, el descuido de quienes deberían haber sido sus cuidadores y el terrible
castigo de quedar la villa marginada de las líneas del progreso desarrollista
del siglo XX. Pese a todos los inconvenientes acumulados, Belmonte es un
espacio extraordinariamente sugestivo, de enorme belleza, a la que contribuye
el sosiego natural del lugar y la pacífica contemplación de calles, edificios,
plazas y rincones. No en vano fue capaz de atraer las miradas del viajero
flamenco Anton van den Wyngaerde, que en 1565 hizo en este lugar uno de sus
extraordinarios dibujos en el que nos ofrece una visión general de Belmonte
desde la carretera de Mota del Cuervo, recogiendo con total nitidez la línea
amurallada sobre la que despuntan las dos colinas en que se asientan el
castillo y la colegiata, obras ambas promovidas por el primer marqués de
Villena, Juan Fernández Pacheco, al que ciertamente se debe considerar el
creador de Belmonte, no solo por la cantidad de edificaciones que llevó a cabo
sino porque a su alrededor formó una pequeña corte de servidores que siguieron
esa misma estela, dando lugar a la construcción de palacios y conventos,
actividad que fue continuada por sus inmediatos sucesores, aunque el segundo de
ellos, Diego López Pacheco, cometió la torpeza
de alinearse con la Beltraneja en contra de la pareja formada por Isabel
y Fernando, lo que le llevó al fin del predominio social y político del
marquesado.
No voy a decir nada del castillo ni de la colegiata,
sobre los que se han vertido tantos ríos de tinta que unas pocas palabras más
en este artículo no van a contribuir en nada a lo ya dicho. Prefiero dedicarme
a otros aspectos quizá menos tratados pero que convienen mejor a la línea
argumental que estoy desarrollando a lo largo de estas semanas, para intentar
ofrecer una imagen global de lo que es el pueblo, el recinto urbano social y
callejero, dividido claramente en dos sectores, separados por la muralla,
desgraciadamente ya incompleta y que se puede cruzar por tres puertas: la de Monreal es conocida también como Arco de la Estrella, porque en su parte interior se ha
situado una imagen mariana de esta advocación; la central, titulada del Almudí,
que se distingue con facilidad porque hacia la parte exterior muestra la figura
del Cristo de los Ausentes, obra de José Antonio Lafuente y en cuyo interior se
encuentra el edificio que le da nombre y cerca el recuerdo del antiguo Corral
de Comedias que luego sirvió de discoteca. La tercera puerta es la más
monumental, la de Chinchilla, salida
natural de la villa hacia la amplitud manchega y por la que se accede directamente
a la amplia Plaza del Pilar, dominada por el abrevadero que servía para apagar
la sed de humanos y animales, hoy espacio sosegado, antiguamente animado por el
alboroto cotidiano que proporcionaba trajinantes en busca de acomodo y mercado.
Al lado está el que fue convento de franciscanos y luego de trinitarios; tras los
avatares de la Desamortización tuvo diversas finalidades hasta terminar siendo
un centro de salud.
Cruzar la muralla significa ascender, porque todas las
calles son empinadas, como corresponde a un casco antiguo que se precie de
serlo. Por algunas de ellas se llega a la llamada Plaza Mayor, que no tiene el
sobrio y elegante estilo castellano, con sus casas solariegas, amplitud de
espacio y un edificio municipal como es debido, conceptos maltratados por las
sucesivas transformaciones llevadas a cabo para poner el lugar a la moda de los
tiempos modernos. Desde aquí, el recorrido callejero ofrece multitud de
incitaciones visuales. Por ejemplo, subiendo por la calle de Juan Pacheco,
pronto encontramos el antiguo edificio que fue convento de
concepcionistas franciscanas. Un poco más adelante, continuando la subida,
podemos encontrar, en la acera de la izquierda una buena muestra de cómo puede
mantenerse la elegancia natural de estas edificaciones de solera con utilidad
actual, como ocurre con el antiguo Palacio de Buenavista, ahora transformado en
hotel, formando esquina entre esta calle y la de la Iglesia. Al final, la Casa
de los Leones, identificada con un elegante escudo esquinado alusivo al título,
parece que fue la residencia de la familia de fray Luis, aunque no hay
unanimidad en los cronistas locales en dar por segura esa atribución, que aquí
anotamos con el mismo carácter dudoso, porque hay otras teorías que la vinculan
a otros sitios.
En cambio, no hay ninguna duda sobre cual fue la casa
natal de san Juan del Castillo, ya saben, el único santo nacido en la provincia
de Cuenca. Está en la calle de Urbano
Agudo, en su número 2, con una placa señalizadora e informante. Con
independencia de este detalle entre histórico y hagiográfico, hay que decir que
la calle es verdaderamente
encantadora, con sabor popular manchego. Por estas calles, a un lado y otro,
alternan edificios señoriales y algunos conventos, con elementos aislados
(portalones elegantes, magníficas rejas, innominados escudos) que transmiten al
presente el esplendor de un pasado que se alimenta de recuerdos. Ocurre, por
ejemplo, en la muy larga calle de Lucas Parra, y también en la que se llamó
durante mucho tiempo de Recaredo Baíllo ahora reconvertida en Elena Osorio, que
viene casi desde el extrarradio, fuera de la muralla y llega hasta la Plaza del
Pilar. El paseo por esta calle nos permite encontrar la vistosa Casa de los
Baíllo, adaptada hoy a sede administrativa de la Junta de Comunidades y que
lleva el nombre de un benemérito ciudadano, que con sus bienes materiales
promovió una fundación cuya señal más visible se encuentra en un severo edificio,
situado al final de la propia calle.
Por aquí se llega también al punto donde sobreviven los restos, modificados, adaptados, en buena parte desfigurados, de aquel enorme complejo que la Compañía de Jesús preparó en la villa de Belmonte. Tenemos, por una parte, el gran paredón del edificio conventual, severo, regular, como lo era todo en la estructura conceptual de los jesuitas. Al doblar la esquina para ir hacia la calle Urbano Agudo, el letrero de la entrada principal descubre la moderna utilidad del edificio, en esta parte: Teatro Municipal. Al lado, con acceso por una elegante portada clásica, está ahora el Juzgado. Y si no lo han cambiado en tiempos recientes, aquí está también Correos. En el centro de la plaza, el brocal del pozo aporta el detalle inquietante, sugeridor de unas vivencias conventuales apenas presentidas cuando la imaginación vuela hacia ese pasado envuelto en las tinieblas de la historia
En lo más alto de la villa se ha podido salvar el Alcázar del Infante don Juan Manuel, al que en tiempos ya muy pasados, cuando era una ruina en trance de extinción, Enrique Campos dedicó no pocos artículos clamando por su restauración y en verdad que, con paciencia, se ha conseguido, transformado hoy en un muy atractivo espacio hotelero. Y abajo del todo, en la parte moderna de la villa, la ermita de Nuestra Señora de Gracia pone el contrapunto sentimental con resabios milagreros, en un amplio espacio ajardinado en el que destaca la estatua de Fray Luis de León, obra de Leonardo Martínez Bueno, erigida por la Diputación Provincial en 1955. Al otro lado del parque, inmediato a los bloques de viviendas, mantiene incólume su airosa presencia el antiguo y bellísimo Grupo Escolar, transformado hoy en Biblioteca Pública y ciertamente ambas son dos grandes utilidades sociales y culturales. Más podría decirse, mucho más, sobre Belmonte y sus encantos, pero por hoy aquí pongo el punto final.
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