BEAMUD, UN BELLO RINCÓN URBANO ENTRE POTENTES MONTAÑAS
Pasear por los parajes, los caminos y los pueblos de la Serranía de Cuenca siempre es una experiencia muy agradecida y lo es más si uno se aparta de los caminos trillados y de los lugares repetidamente señalados en los repertorios turísticos, donde por lo general, y salvo contadas y meritorias excepciones, se suelen repetir con aburrida monotonía los mismos conceptos comunes, como si se hubiera agotado la capacidad de decir algo un poco original, como intentamos algunos de los que nos dedicamos al ejercicio de la escritura.
Beamud está inmerso en el corazón de la sierra, entre frondosos pinares, a una distancia no muy alejada de la capital provincial. Hasta allí se llega bordeando el Júcar por una carretera que, tras el embalse de Uña sigue un trazo sinuoso, que incluso puede ser voluptuoso en ese ir como en vaivén de un sitio a otro, dejándose llevar a ritmo de curvas. Es el Júcar por aquí un río vibrante, rumoroso, dinámico; lo es casi siempre pero más si ha sido un buen año de lluvias, cosa que la naturaleza agradece sobremanera.
Para seguir hacia nuestro destino hay que tomar el impresionante puente de Beamud. Es, sin discusión posible, el de mayores dimensiones y amplitud de cuantos se han construido para salvar el Júcar aguas arriba de Cuenca. Tiene un solo ojo, muy extendido, de orilla a orilla y sobre su estructura básica se abren otros cuatro a cada lado. Pues bien, al lado del puente, nada más cruzarlo, está la finca agrícola que conserva el nombre de Molino de Juan Romero; todavía permanece en pie, aunque acompañado de otras naves agrícolas modernas y que además da nombre a todo un paraje, preparado hoy como área recreativa, con un refugio, barbacoas, mesas y sillas de piedra, todo bajo la protección generosa de la sombra de los pinos. Y sin que falte, como es lógico, la fuente generosa, que como casi todas las serranas siempre mana agua refrescante.
Beamud está aparentemente en alto
(1342 metros dice el mapa) pero no tanto como las montañas que lo rodean y
protegen. El pueblo, cuyo nombre indescifrable tiene resonancias musulmanas,
está situado en una vaguada, protegido por dos laderas y a la vera del barranco
de la Magdalena, que viene de lo profundo de las montañas, arrastrando agua
cuando es posible y despeñándose roca abajo, en dirección paralela a la
carretera que hemos traído, hasta alcanzar el Júcar.
El pueblo es el único lugar habitado
de estos contornos y parece que lo fue ya hace muchos siglos, según delatan algunos
indicios ibéricos encontrados al azar, sin que nunca se hayan realizado
excavaciones arqueológicas. Aldea de la ciudad de Cuenca tras la conquista
cristiana del siglo XII luego fue pasando de mano en mano, o sea, de señor en
señor, hora del marqués de Cañete, hora de los Ruiz de Alarcón, en operaciones
de toma y daca hasta llegar al marqués
de Palacios, último propietario del lugar.
Un vistazo al mapa de Beamud nos
permite apreciar que, además del paso del río Júcar, hay docenas fuentes, diseminadas
por todo el término, con nombres de resonancias populares muy atractivas y uno
se las imagina escondidas entre los árboles, al amparo de peñascos, mientras el
agua brota espontánea sin responder a ninguna ley científica sino a las leyes
de la naturaleza. En el lugar queda medio centenar de vecinos, que pasan el
invierno como pueden, generalmente aburridos, esperando la llegada del verano
que traerá consigo a los ausentes, tanto los de larga distancia como los que
viven en la capital, aunque algunos no han roto del todo sus raíces con el
pueblo. Basta pasear por las calles y encontrar algunas casas muy bien puestas
al día para adivinar que aquí no se ha producido la huida total y que tampoco
parece haber amenaza cierta de despoblación absoluta, al menos de inmediato.
El pueblo es pequeño, como se puede adivinar. Sus casas están agrupadas, extendidas en posición ligeramente longitudinal, tomando como eje principal la calle Real en la que se prolonga la carretera de llegada y que termina en el otro extremo, en un edificio amplio y moderno, el de las antiguas escuelas. En medio, de una punta a otra, están el Ayuntamiento, la plaza, la iglesia parroquial y la fuente. Bordeando el recinto urbano, hacia el sur, está la calle de Abajo, nombre que indica con meridiana claridad cuál es su posición, en relación con la calle principal. Más allá de esta última están las huertas y rodeándolo todo, protegiendo o amenazando, la montaña, poderosa, silenciosa, dando esa sensación de dominio que suelen proporcionar esas moles cuando están cerca de los pequeños habitáculos humanos.
Por las calles sencillas y recogidas
de Beamud se pueden encontrar encantadores ejemplos de arquitectura popular.
Paredes de mampostería sin encalar, tejados abrumadoramente rojos, con buena
teja árabe, algunos (pocos) modelos de rejería tradicional aún se pueden
apreciar en el recorrido. En lo que se puede considerar como la Plaza Mayor está
el Ayuntamiento, que es pieza notable dentro de ese estilo anónimo y popular
que aquí tiene presencia. Contemplo unas fotos antiguas que hice a este
edificio bastantes años atrás junto a otras, recientes, y pienso que la obra
modernizadora ha traído limpieza, orden y seguridad, pero se ha llevado consigo
el encanto popular que tenían las cortinas en la puerta de la vivienda (¿del
alguacil quizá, o del mismísimo alcalde?) o las macetas alineadas junto a la
fachada, detalles que sin duda se considerarían inconvenientes en la pulcra y
aséptica modernidad que vivimos.
Un poco más allá está la iglesia. No
da su frente al Ayuntamiento, sino la espalda, que no tiene mucho que ver,
aunque tampoco la fachada principal, que es de una austeridad abrumadora y
encuentra su culminación en la simplicidad de la portada, un arco de medio
punto en precaria situación de estabilidad, con dovelas desajustadas.
Junto al cuerpo principal se levanta
la torre, cuadrada, de tres cuerpos, el superior de los cuales abre cuatro
huecos para campanas; sobre la cubierta, una cruz de hierro remata la obra.
Tiene algo de desproporcionado esta torre, de perímetro muy amplio en
comparación con la altura, que no lo es tanto, pero pese a ello hay algo de
atractivo y sugerente en este mazacote de piedra, que es imagen de poderío y
dominio sobre una arquitectura en la que priman la sencillez y lo doméstico.
Son impresiones que siente el viajero, puesto a los pies de la torre y
contemplando la disposición de sus piedras constructivas.
En un extremo de la plaza, en
posición algo elevada, se encuentra la fuente del pueblo, que no tiene especial
valor artístico pero que cumple su papel, hoy sobre todo de adorno y siempre de
sosiego para la sed del paseante, sea humano o animal. Es un pilón de grandes
dimensiones, en cuyo centro se alza un pilar de piedra y de dos de sus
laterales surgen los chorros de agua. Alrededor, contemplando el espacio
urbano, las montañas lo dominan todo, dando fe constante de su potente influjo
paisajístico.
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