21 08 2025 BARAJAS DE MELO, A LA SOMBRA INAGOTABLE DE CABALLERO
Afirma un antiguo dicho popular, recogido con orgullo por Fermín Caballero en su Nomenclatura Geográfica de España: “El que pueda vivir viva / entre Tajo y Altomira. / Ni te bajes más abajo / ni te subas más arriba”. Ahí, en esos límites, entre el río Tajo y la sierra de Altomira, está Barajas de Melo, que es un lugar netamente alcarreño, al que se llega por caminos ondulados, de sinuoso trazado, que van perfilando la inagotable sucesión de suaves cerros en cuyas superficies se alternan las carrascas, los olivos y el monte bajo, dando lugar a un paisaje amable, suavemente delicado, mientras es posible ver, en alguno de los recodos, la hermosa imagen de la Sierra de Altomira, que se domina el horizonte. Por ahí, sin prisas, se llega al punto en que se levanta la villa barajeña, ligada desde sus orígenes medievales a la ciudad de Huete hasta que la corona, siempre necesitada de dineros con los que financiar sus aventuras militares o expansivas, decidió venderla a un caballero de origen portugués asentado en Castilla, Francisco de Melo y desde entonces (1746) el lugar incorporó este apellido al original. Otras referencias, más antiguas, hablan de manera alternativa o simultánea de dos Barajas, el de Suso (o de Arriba) y el de Yuso (o de Abajo), de localización confusa, aunque parece que el segundo de ellos desapareció, siendo el otro el lugar de asentamiento definitivo del actual pueblo.
El plano urbano de Barajas de Melo es francamente enrevesado. Sólo hay un espacio cómodo, el de la Plaza de la Constitución, pero fuera de ese sitio céntrico, lo demás son calles muy estrechas, ninguna de ellas totalmente recta, con entrantes y salientes, además de constantes cambios de nivel, que dan forma a un incontable número de plazuelas. Una estructura de esta naturaleza condiciona cualquier intención de hacer el recorrido en coche. Lo más práctico es dejar el vehículo donde se pueda y seguir el camino a pie, algo que, de todos modos, siempre es saludable y conveniente. La última vez que estuve en Barajas, hace unos meses, estaba todo levantado por una de esas obras a las que tan aficionados son los Ayuntamientos; imagino que ya las habrán terminado y será posible caminar con algo de sosiego
En Barajas de Melo hay una calle Mayor y una plaza de la Constitución. La primera, la calle, es como su nombre indica la principal vía urbana, no recta, sino ligeramente sinuosa, que va de punta a punta de la villa, cruzando por delante de la plaza, a la que confluyen otras muchas calles, por ejemplo la titulada Anaya que viene desde las afueras y cruza hasta llegar a la plaza o también la del Derrame, porque como es cuesta muy empinada, por ella se iba el agua sobrante del pilón de la fuente que vamos a encontrar en seguida.
La
Plaza de la Constitución es la más amplia y mejor ordenada de cuantas se
encuentran distribuidas por el callejero urbano que estamos recorriendo. Ha
sido elaborada un poco a trompicones de los gustos de los tiempos y eso
significa que tiene un estilo ecléctico, indefinido, si se quiere decir así. En
el lugar de honor ha estado siempre el Ayuntamiento, reconvertido ahora en Casa
de las Asociaciones, mientras en un lateral se levanta el nuevo edificio
municipal, de arquitectura moderna y funcional y, si se me permite decirlo, con
un aspecto mucho menos atractivo que el primitivo, que sigue siendo el
protagonista de este ámbito, compartido con la fuente que, en el centro,
continúa manando a través de sus cuatro caños adosados al pedestal de una
farola y que vierten el agua a un gran pilar circular.
En la
calle Mayor hay varios edificios de noble arquitectura, alguno un tanto
descuidado lo que hace sospechar cierto abandono que amenaza con una conclusión
poco deseable. En la otra acera está la iglesia que es una fábrica
arquitectónica sobria y austera, en la que sorprende, sin embargo, la presencia
coquetona de una preciosa portada del plateresco ejecutada
mediante un arco conopial flanqueado por sendas columnas cilíndricas sobre las
que se apoya un entablamento con rosetas. Algo más de gracia tiene el interior,
con tres naves separadas por columnas y cubiertas con bóveda de arista, siendo
la central más ancha que las laterales. Una de estas, la situada a la izquierda
(según se mira desde el altar mayor) es de estructura gótica, con una magnífica
bóveda.
En la parte posterior se encuentra la plazuela de la
Puerta del Sol y en ella estaba la antigua Escuela de Niños que fundó don
Fermín, rehabilitada ahora en moderna Biblioteca Municipal, con un desvaído
letrero que recuerda aquél enorme suceso cultural y social.
Las
referencias a Fermín Caballero son inagotables en su lugar natal que, cosa rara
(hay tantos pueblos olvidadizos) mantiene intactas las referencias a su hijo
más ilustre. A la casa se llega desde la calle Mayor subiendo por una potente
cuesta que lleva el sugerente título de Cuatro Calles lugar
en el que el político y académico fue atropellado en 1806, cuando era un niño,
como él mismo cuenta: “Bajando corriendo de la escuela calle de la Solana, al
llegar a las Cuatro Calles, venía por la de los Hornos, desde la Plazuela de la
Piña hasta el Pajaroz, corriendo en una caballería, José García del Hoyo, alías
Romerales, y al cruzarnos en la esquina del Tío Perico Maula, me atropelló,
poniéndome la bestia una herradura en el oído que me reventó y perdí para siempre”.
Ahí se encuentra la casa solariega, de noble apariencia, bastante bien
conservada, con una placa alusiva cuyo texto es toda una declaración: “Aquí nació y vivió el Excmo. Sr. D. Fermín
Caballero y Morgáez. Escritor distinguidísimo, consecuente político y virtuoso
ciudadano”. No se puede decir más con menos palabras.
La calle del Cristo recuerda la existencia antigua de una ermita dedicada al Santo Cristo de la Macolla, y que hoy ha cambiado su atribución para pasar a titularse de san Antón. Pero la ermita realmente significativa no es ésta, sino otra, la de la Magdalena, que se encuentra en las afueras, por encima del cuartel de la Guardia Civil y al borde de la carretera que conduce hasta Albalate de Zorita y desde donde, por cierto, se puede contemplar un magnífico paisaje completo del pueblo y sus alrededores. Es una construcción muy sencilla, del siglo XVIII, de pequeño volumen, pero inevitable punto de referencia para los barajeños. Muchas más cosas se pueden ver por aquí, como el noble edificio señorial que fue de la familia de Sebastián de la Fuente Alcázar, un notable jurista decimonónico, un auténtico palacete señorial de estilo fiel a la época en que se construyó, con una espléndida fachada principal de composición simétrica, con ventanas enrejadas en la planta baja, elegantes balcones de piedra en la primera y otra tanda de balcones sencillos en la segunda. Pero ninguna curiosidad de las que hay por aquí supera al antiguo depósito de agua, una singularísima construcción circular cubierta con una cúpula rebajada que quiere ser de inspiración oriental, con linterna bulbosa y pequeñas ventanas que lo rodean por completo, en torno a la puerta de entrada sobre la que campa un rótulo muy expresivo: 1923. O sea, que ha cumplido ya cien años de vida; no es temerario afirmar que se trata de una las construcciones de este tipo más antiguas que se pueden encontrar en la provincia de Cuenca. Aparte, por supuesto, la originalidad de su estructura.
Esto es
lo que hay. De lo que hubo, la fábrica de whisky Hiram Walker o la lechería de
Agropecuaria del Calvache más vale no hablar. Con la nostalgia hay suficiente.

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