13 10 2022 UNA MIRADA AL CENTENARIO CASTILLO DE GARCIMUÑOZ
Supongo que hay un consenso general (en estos tiempos en que el consenso se ha esfumado casi por completo, especialmente en política) en torno a la utilidad y conveniencia de las autovías e incluso de los beneficios derivados de que haya circunvalaciones en torno a las poblaciones situadas en el trazado de las carreteras y ello, una cosa y otra, con el objetivo de evitar precisamente que el tráfico normal tenga que pasar por el interior de los pueblos, lo cual, en verdad, puede ser tan molesto para quienes viajan y quieren llegar cuanto antes a donde van como para los propios habitantes del lugar en cuestión, agobiados con tanto ir y venir de coches por sus calles.
Y sin embargo, como los seres humanos
somos contradictorios (yo lo soy), aún asumiendo lo dicho anteriormente
recuerdo también con cierta nostalgia aquellos tiempos en que la práctica
totalidad de los pueblos se encontraban en el trazado de las carreteras de modo
que al viajar teníamos la oportunidad de conocer, aunque fuera de pasada, las
vivencias de esos lugares, la acogedora Plaza Mayor siempre bulliendo de
animación, las tiendas ofreciendo sus productos artesanales, un bar o cafetería
que invitaba a parar y tener un desahogo, quizá con un poco de suerte la
cercanía de la atractiva iglesia que animaba a visitarla y conocer sus posibles
encantos. En fin, un repertorio de cosas sencillas que podían servir para
ofrecer un poco de entretenimiento en la monotonía del viaje, a cambio, desde
luego, de invertir más tiempo, ese concepto sacrosanto que se ha apoderado de
nosotros para obsesionarnos con la idea de que todo hay que hacerlo cuanto
antes mejor y sin parar.
En esas cosas y otras parecidas suelo pensar cuando paso por las inmediaciones de Castillo de Garcimuñoz y desde la autovía contemplo, casi al alcance de la mano, la poderosa mole de su fortaleza, una de las más originales que es posible encontrar por esos mundos viajeros, ya que en uno de sus muros acoge nada menos que a la iglesia parroquial, que aquí encontró cobijo cuando hubo que derribar el edificio que cumplía esos fines. Por este punto pasan constantemente no se cuántos cientos de vehículos por minuto y lo suelen hacer a toda velocidad, circunstancia que los astutos responsables de Tráfico utilizan para situar aquí uno de los radares más rentables de toda la red nacional (la nueva Jefa de Tráfico en Cuenca dice que no tienen afán recaudatorio; qué simpática). Desde esos presurosos vehículos imagino que sus ocupantes dirigirán una mirada, atenta o distraída, cualquiera sabe, hacia la impresionante imagen del castillo y quizá incluso es posible que alguno de ellos, animado por la curiosidad, desvíe su ruta para entrar en la villa y ver qué le espera en el interior. Lo resumiré en pocas palabras: uno de los espacios urbanos más bellos y bien ordenados que es posible encontrar por estos senderos.
Ya lo decía gráficamente la Relación
Topográfica de los tiempos de Felipe II: "Hay muchas casas principales de
cuatro cuartos e patios e pilares de piedra labrada, e muchas ventanas e rexas
doradas e balcones". Ya no son tantas como había, pero aún quedan
bastantes, sobre todo en la calle Corredera, que va en ligera cuesta
descendente desde las murallas del castillo hasta el punto en que se encuentra
el antiguo convento de San Agustín, transformado hoy en vivienda particular
cuyo propietario acaba de ser distinguido con el título de Hijo Predilecto de
la villa, justo en la conmemoración de los 700 años de haber obtenido el
privilegio de villazgo.
Pocos lugares hay que puedan unir en su
seno referencias literarias tan potentes como las que aquí he mencionado. Como
también hay pocos lugares tan merecedores de que el presuroso viajero que va
por la autovía se desvíe de la ruta (de paso, al disminuir la velocidad se
libra de los rigores del radar) para pasear un rato por este encantador pueblo
conquense, desde luego digno de ser más y mejor conocido.
Comentarios
Publicar un comentario