18 03 2021 APUNTANDO DIRECTAMENTE AL CIELO

 


En verdad, es muy llamativo, y visualmente generoso, el andamio que han colocado para envolver la torre de la iglesia de El Salvador y que en sí mismo ya es un atrevido trabajo de orfebrería arquitectónica, anticipo de lo que será en su momento la obra de reconstrucción de ese delicado elemento, cuya estructura, por lo que dicen, se encuentra en preocupante situación que conviene arreglar.

Por ahora, nos quedamos con el andamiaje. Como si fuera un mecano o lego infantil, lo han montado en un pis pas de manera que casi de la noche a la mañana lo pudimos ver colocado en su sitio, encajando una pieza sobre otra y dejando que, en la cúspide, sobresalga levemente la punta del chapitel, pieza única, me parece recordar, en Cuenca, donde todas las torres de iglesia son cuadradas y ninguna se remata con esa audaz aguja puntiaguda que apunta directamente hacia el cielo. Anotación que nos conduce, necesariamente, a dejar paso a la nostalgia para rememorar la existencia de las que sí tuvo la catedral y se perdieron en el trajín de los tiempos. A estas alturas, me parece, nadie tiene ganas de incluirlas en un posible repertorio de promesas futuras y con estoica prudencia todo el mundo parece haber asumido que esa que vemos, inacabada, va a ser la imagen de la fachada catedralicia por los siglos de los siglos.

La torre del Salvador es nueva, porque apenas si ha cumplido algo más de un siglo de vida. Debió tener otra, como es natural, propia de sus orígenes medievales, pero no parece que haya sobrevivido algún dibujo, menos fotografía, de cómo era pero no es arriesgado suponer que seguiría la estructura de las demás que hay en la ciudad. Cuando empezó a amenazar ruina, a finales del siglo XIX, la iglesia de la Transfiguración del Señor (nombre completo y preciso de este templo) ya era la más importante parroquia de la ciudad porque había asumido la jurisdicción espiritual sobre todo el ensanche moderno, entonces en acelerado proceso de población y que no tendría su propia parroquia hasta muchos años más tarde. En 1903 se concedió la licencia para hundirla, junto con la aprobación al proyecto elaborado por el arquitecto Luis López de Arce que, desde luego, echó una buena dosis de imaginación para trazar una pieza única, sin antecedentes entre nosotros. La diseñó en tres cuerpos de estilo neogótico pero construida con piedra y ladrillo, seguramente con la intención de imitar la arquitectura mudéjar (inexistente en Cuenca) y rematada con un chapitel de pizarra grisácea, material tampoco abundante por aquí, cuyo punto culminante estaría situado a 47 metros de altura. Al acto de colocación de la primera piedra acudió el obispo Sangüesa, revestido de pontifical, al frente de todas las fuerzas vivas locales. El contratista Julián López Fontana asumió el encargo de la construcción, por un importe de 55.000 pesetas. Durante los trabajos, el culto se trasladó a la iglesia filial de Santo Domingo. Aunque el plazo previsto era de diez meses, los trabajos se prolongaron más de dos años: el 25 de febrero de 1906, el obispo pudo bendecir la nueva torre y oficiar la primera misa en el templo reabierto.

En lo más alto, las campanas de El Salvador, cuando repican, ilustran sonoramente todo el ámbito del casco antiguo y aún se expanden por la parte baja, inundándolo todo, con un sonido que, a juicio de Ismael Medina “doblan a muerto con más profunda tristeza que ningunas otras campanas del mundo”. Ese sonido cantarín, que en épocas tanto molestó a gentes suspicaces, está culturalmente enraizado en el carácter de los pueblos de la Europa a que pertenecemos. Supongo que ahora deberá estar un tiempo silenciado, mientras se recobra la audacia de esa torre tan singular.

 

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