19 12 2020 EL SIEMPRE ESPERADO TIEMPO NAVIDEÑO



      A la chita callando hemos llegado a ese momento del que se viene hablando incansablemente desde hace semanas, convertido en punto de referencia inevitable para todo el mundo, políticos a la cabeza y gente del montón seguidamente. Esta continua alusión a la Navidad, a lo que se puede o no se puede hacer, a lo que puede ocurrir después de ella como consecuencia de lo que se haga en ese periodo, se ha convertido en un latiguillo más, uno de los muchos que en este tiempo confuso corren desbocados por artículos y tertulias. Sigo la corriente, me embarco en el lugar común y aquí echo también mi cuarto a espadas, sabiendo de antemano que mi opinión no va a mover voluntades ni tendrá influencia alguna en el devenir de los acontecimientos.

      La Navidad, todo lo que la rodea, ha sido siempre un horizonte hacia el que los seres humanos (al menos los de nuestra civilización; no creo que a los de otras culturas les importe mucho) miran constantemente buscando en ella los asideros lúdicos y estimulantes con los que se puedan compensar otras calamidades surgidas a lo largo del año que en estos momentos se acerca a su final. Esa tentación de hacer un alto en el camino, tomar vacaciones (sobre todo los estudiantes), celebrar fiestas y reuniones, tirar la casa por la ventana comprando jamones, turrones, bebidas y otras exquisitices y dejar que la alegría se nos escape a borbotones deseando felicidades a todo aquel que se cruza en nuestro camino, forma parte del repertorio ritual vinculado a estas fechas, como también lo son esos otros signos exteriores que el bondadoso organismo que rige nuestras vidas tiene la amabilidad de regalarnos, empezando por las luces navideñas, generosidad que la iniciativa privada complementa montando belenes por doquier, lo que viene a ser una estimulante demostración de imaginación creativa porque con los mismos y tópicos elementos se pueden hacer verdaderas maravillas, como este montado en la ermita de San Isidro, uno de esos lugares a los que siempre apetece volver y contemplar, aunque haga un  arrasador frío como el de esa mañana prenavideña.

      Como sabemos todos –y ellos se encargan de demostrarlo diariamente- vivimos en una situación de complejo desconcierto, del que no se libra nadie, desde el gobierno que está más arriba de todo hasta los muy numerosos que hay a continuación, hasta llegar a nivel de calle. En tiempos de confusión, a uno le gustaría saber que alguien, en algún sitio, toma decisiones firmes y concretas. Ninguna ocasión más propicia que esta de la pandemia para que los poderes ejecutivos mostraran determinación y firmeza. Puesto que dice que estamos en guerra contra el virus habría que esperar una actuación enérgica pero lo que encontramos es una indecisión galopante, que se traduce en constantes cambios de criterios, de manera que a estas alturas ignoramos qué, cuándo y cómo se puede hacer, porque lo que se nos diga hoy no tiene ninguna garantía de que estará en vigor mañana. Mala cosa ésta (de los allegados, no digo nada: me falta sentido del humor para entrar en ese juego). Sólo nos consuela el horizonte de la famosa vacunación, en el que están puestas las esperanzas de que sea, efectivamente, capaz de poner coto a los desmanes y devolvernos, ahora sí, sin condiciones, a la normalidad que tuvimos en un tiempo ya tan lejano, que casi ha caído en el olvido.

       Hay luces en las calles principales; un mercadillo callejero en Carretería; belenes por doquier; un sentimiento colectivo de amarga felicidad que se transmite bondadosamente de unos a otros. Al mal tiempo buen cara, que decía aquel. Pues eso.


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