21 03 2020 FRAGILIDAD DE LA CONDICIÓN HUMANA
Fragilidad
de la condición humana
El rey de la creación, el amo y señor de
todo lo existente, el que controla lo que sucede en cada rincón del mundo e
incluso llega ya a explorar las inmediaciones del universo conocido,
acercándose a planetas situados a millones de años luz, el que ha inventado lo
no imaginable (y más que seguirá inventando) para saber y, sabiendo, dominar
los mecanismos necesarios en orden a organizar el mundo, desde el tráfico hasta
la forma de votar para elegir gobiernos, el que se emborracha de alegría íntima
y personal jugando con móviles, tabletas, ordenadores, creyendo que así tiene
el mundo a sus pies cada vez que pulsa el enter, ese mismo poderoso individuo,
inmune a las ideas filosóficas, las promesas políticas o las predicciones
religiosas, se encierra ahora en su casa, abandona trabajo, bares, tiendas y
restaurantes, cancela los apasionantes viajes que había proyectado para ir a
lugares remotos, se desconcierta al quedar sin su cotidiana ración de fútbol y
asiste estupefacto a la cancelación de fiestas populares o multitudinarios
espectáculos musicales. Todo porque un miserable sujeto microscópico,
invisible, que no se puede tocar, ni oler, ni matar con un simple matamoscas o
un chorro enérgico de cualquier insecticida al uso, se ha apoderado, sin
comerlo ni beberlo, ni avisar previamente dando un plazo prudencial para
adoptar precauciones en forma de vacuna, de lo que parecía ser un impacto
localizado en un solo país para extenderse como un auténtico reguero por todo
el planeta, aprovechándose de paso de una de las más peculiares características
de la naturaleza humana, la estupidez, a cuyo amparo hasta hace cuatro días se
han estado celebrando concentraciones multitudinarias, desoyendo las voces
prudentes que aconsejaban contener ya ese tipo de entusiasmos e incluso iniciar
una retirada estratégica a los cuarteles domésticos, como mejor forma defensiva
contra el enemigo rastrero que nos ataca.
Ha sido preciso el ordeno y mando
enérgico de la autoridad competente, incluido el despliegue del ejército (eso
sí, esta vez sin tanques en las calles) para que de un solo golpe de efecto el
personal, individualista por naturaleza, haya tenido que renunciar a sus
atávicas costumbres de cada día para aceptar, mal que bien, la obligatoriedad
de este confinamiento colectivo que una buena porción social, yo diría la
mayoría, calculada a ojo desde mi propia posición ajena a la realidad visual,
acepta, más o menos a disgusto, pero con el convencimiento de que es lo
necesario y mejor para unos y todos. Mayoría, cualquiera que sea el porcentaje,
no significa unanimidad, porque siempre hay entre nosotros sujetos autónomos
que, convencidos de su valía personal inmune a órdenes y decretos, por supuesto
a virus, prefieren actuar por su cuenta y hacer lo que les viene en gana, ya
que a mí no manda nadie y no hay microbio que pueda conmigo. Pero así es la
condición humana, capaz en el mismo escenario de actitudes nobles y generosas
que conviven con la miseria de comportamientos rastreros, como estamos viendo.
Dicen quienes entienden de estas cosas,
filósofos, pensadores, sociólogos, que el ser humano es capaz de sobrevivir
siempre a las duras pruebas que los acontecimientos históricos ponen en el
camino común y citan, como ejemplos, las guerras, como experiencia catártica
para los que las viven, pero que se concluyen obteniendo fuerzas, no solo
físicas sino espirituales y mentales para afrontar las posguerras con una
vitalidad que en todos los casos ha permitido la recuperación social del grupo
humano afectado por el desastre. No es previsible, a pesar de los agoreros de
siempre, que este vaya a ser el final del mundo. Sí es cierto que se van a
producir incontables víctimas, pero serán muchos más los supervivientes que
luego tendrán ante sí la atractiva tarea de recomponer los daños y afrontar el
futuro, si es posible, haciendo algunas menos tonterías de las habituales.
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