07 12 2019 QUE LOS ÁRBOLES NOS DEJEN VER LAS ROCAS
Que los árboles nos
dejen ver las rocas
Escribió
Mateo López, a comienzos del siglo XIX: “Alrededor de la ciudad de Cuenca hay
unos cortos montecillos de encinas y robles, y lo demás de los cerros que la
cercan están desiertos de árboles crecidos”, descripción que confirman, con la
eficacia del dibujo, los grabados de Llanes y Masa realizados en 1773, fecha en
un año anterior a lo que escribió el viajero Antonio Ponz que, cuando se
dirigía hacia Palomera señaló que ese camino “carece de árboles grandes”
apuntando, con referencia a la ciudad, que “los pinares ya distan dos leguas de
ella”.
Podemos
imaginar, desde luego, que el ámbito urbano de Cuenca quedaba envuelto por una
sucesión de cerros y lomas prácticamente desnudas de vegetación, lo que no es
extensible al resto de la Serranía, porque es bien sabido que desde los tiempos
de Alfonso VIII, un inmenso y generoso pinar poblaba en abundancia el territorio
municipal incorporado a la capital de la provincia, como expresamente reconocen
en la Relación Topográfica de Huélamo, al señalar que “lo principal de la
montaña es pinares, y de éstos hay grandes montañas por todas partes”. Esa
configuración topográfica ha dado lugar, durante generaciones, a que quienes se
han encargado de encomiar las bellezas de Cuenca hayan enfatizado la admirable
conjunción que se produce entre las rocas, el agua y la vegetación, sin
estorbarse entre sí.
Esa
situación heredada desde el inicio de los tiempos empezó a sufrir un cambio
sustancial cuando a mediados del siglo XX se puso en marcha un programa de
repoblación forestal empeñado en plantar árboles en cualquier rodal carente de
ellos. La idea, dicha así, en bloque y sin matices, era bienintencionada y ha
producido frutos positivos muy visibles. El problema es que la vida está hecha
de matices y no vale con actuar indiscriminadamente, sin tener en cuenta
variables que se deben ajustar en cada caso. A la vista tenemos lo que está sucediendo:
la plantación desmesurada de pinos en las laderas de las hoces de Cuenca y el
rápido crecimiento de los árboles amenaza ya de manera directa a la
contemplación del roquedo que es una señal característica de estos paisajes. El
paisaje de Cuenca sin mogotes ni festones es, será, otra cosa distinta.
Con
una sorprendente clarividencia, César González-Ruano lo advirtió en 1965: “La
fisonomía geológica, pétrea, noble y patética de la ciudad puede cambiar muy
pronto por la avaricia insensible de unos y la buena, pero equivocada,
intención de otros”, señalando entre estos últimos “a los peligrosísimos
repobladores más o menos forestales” (a quien le interese el artículo completo
lo puede encontrar en ABC del 24 de noviembre, veinte días antes de que le llegara
la muerte). Aquella premonición, que el escritor veía venir desde las ventanas
de su casa, frente a la Hoz del Júcar, se está cumpliendo con absoluta
puntualidad y, si no se corrige, en unos pocos años más dejaremos de ver las
potentes formaciones rocosas que nos dejó el cretácico. Y no hace falta ser
tremendista para aventurar que eso será, sería, una enorme pérdida para uno de
los más importantes valores que ofrece esta ciudad.
Todo
tiene remedio. Esto también. Es totalmente imprescindible impedir que los pinos
sigan creciendo en altura hasta tapar por completo la zona superior del
roquedal. Los árboles deben quedar en la parte inferior, en las riberas de los
ríos, dejando totalmente diáfana la visión de esas formaciones pétreas que son
la seña de identidad de esta ciudad. Y si alguien duda de lo que digo, no tiene
más que darse un paseo por el Camino de San Jerónimo o el de San Isidro y lo
podrá comprobar.
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