27 04 2019 MENTIRAS, NO; LA HORA DE LA VERDAD
Mentiras, no; la hora de la verdad
Llega
la hora de la verdad, nunca mejor dicho que poco antes de que este domingo
vayamos, espero que de manera mayoritaria, a la cita con las urnas. Tengo la
impresión, subjetiva, desde luego, de que esta vez hay en el conjunto del país
tanto inquieto interés por el resultado electoral que se puede detectar como un
sentimiento colectivo de que es conveniente ir a votar, al menos para evitar
lamentos posteriores similares a los de aquella multitud de jóvenes andaluces
que salió a la calle a protestar al día siguiente de sus propias elecciones,
queriendo así ocultar el hecho de que la mayoría de ellos (y otros muchos
ciudadanos) prefirió irse de juerga o dormir la siesta en vez de acudir a
votar, con lo que facilitaron que ocurriese lo que ya sabemos.
El país,
este país nuestro, lleva viviendo muchos meses de inquietud, de desconcierto,
con sobresaltos continuos. Cuando parecía que el final de ETA y la superación
de la crisis económica podía traernos un periodo de tranquilidad que nos
ayudara a diseñar un futuro sosegado, en su lugar nos hemos encontrado con una
angustiosa sucesión de calamidades (la corrupción generalizada, la airada
irrupción del independentismo catalán, el desconcierto de los grandes partidos,
la moción de censura) que sirven de envoltura para llevarnos hasta lo que puede
suceder el día de hoy. Asunto que cada cual resolverá, en conciencia, de la
manera que considere más oportuna. Maravilloso juego el de la democracia: cómo
conseguir que millones de personas, desconocidas entre sí, lleguen a un acuerdo
mayoritario suficiente para decidir quiénes han de gobernar en los próximos
cuatro años. O menos, si las cosas se vuelven a torcer.
Los
aspirantes a obtener esa confianza no se han esforzado mucho en explicarnos qué
pretenden o qué ideas les anima. Entretenidos en descalificarse entre sí han
recurrido a la monótona repetición de consignas dogmáticas o al fácil catálogo
de propuestas, en su mayor parte irrealizables o carentes del necesario apoyo
lógico. Quien quiera, se les puede creer. Los demás, están en su derecho a ser
escépticos.
Durante
los últimos tiempos (meses, años quizá) y sobre todo en la campaña que ahora
termina, quizá la frase más repetida es la de “no mienta”, “eso es mentira” o
alguna de sus variantes. Todos los candidatos, quizá sin excepciones, acusan de
manera constante al contrario de mentir en lo que ha dicho. Personalmente tengo
mis propios criterios sobre la abundancia y calidad de las mentiras
distribuidas e incluso sobre cómo mienten los que acusan al contrario de estar
mintiendo. Esto me ha parecido una novedad que, en este caso, se ha prodigado
con notable abundancia, supongo que para reafirmación de los fieles adictos y
consecuente cabreo de los discrepantes. El problema, al final, es el de
siempre, el que importa: saber si los ciudadanos de a pie, los que no estamos
en el circo de la política activa, tenemos suficiente capacidad de
discernimiento para calibrar de manera más o menos precisa qué es verdad y
qué mentira. O, dicho de otro modo, si
disponemos de la necesaria información, seria y equilibrada, para conseguir
formar un criterio razonable. En nuestra ayuda venían, antiguamente,
articulistas concienzudos capaces de formar opinión. Esa ayuda ha desaparecido
y en su lugar asistimos, algunos con verdadero desconcierto, a una maraña de
desahogos personales en los que se deslizan las neuras partidistas del firmante
sin ninguna preocupación por intentar exponer criterios en los que prime la
razón.
Todo
esto y más cosas que podrían decirse, ya no importan. Llega la hora de la
verdad y eso sí que es incuestionable. Aunque los perdedores no se la querrán
creer.
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