17 02 2018 DE VANDALISMO CALLEJERO Y OTRAS CUESTIONES
De vandalismo callejero y otras
cuestiones
Son
muy variadas las formas que los vándalos actuales, herederos naturales del
pueblo bárbaro del mismo nombre que asoló las tierras del sur de Europa a
comienzos del siglo V, tienen para hacer buena la definición que a ellos dedica
el Diccionario de la Real Academia: persona que comete acciones propias de
gente salvaje y destructiva. Por lo común, los vándalos suelen actuar en
pandilla, pues necesitan jalearse unos a otros, aplaudirse mutuamente, reír
estentóreamente para celebrar la fechoría cometida y, como implantación
reciente, grabarlo en un móvil y colgarlo en cualquier miserable página de las
cientos habilitadas para acoger todo tipo de basura. Así están las cosas, que
no son nuevas, porque vienen de muy atrás y ahora solo aportan variaciones
diferentes.
Para
los vándalos, de siempre, los elementos callejeros han tenido un especial
atractivo, destacando entre sus preferencias las figuras escultóricas sobre las
que suelen descargar quien sabe qué suerte de trauma infantil, educativo o
familiar. Recuerdo aquí la época en que se colocó la figura sedente de Federico
Muelas en el jardín o plazoleta de Cecilio Albendea, donde fue víctima de
incontables atentados hasta que fue trasladada a la iglesia de San Pantaleón
donde parece sobrevivir en paz y sin especiales sobresaltos. Similar suerte
vienen corriendo las esculturas de Marco Pérez en el parque de San Julián y si
el monumento a los muertos de la guerra de África se libra es, pienso, porque
sus dimensiones y ubicación dificultan la comisión de maldades.
Tiene
peor suerte la figura del Quijote, tan sugerente y atractiva, que José Luis
Martínez elaboró en metal para situarla en la calle de San Esteban, junto a la
Biblioteca Municipal, un lugar simbólico y adecuado, si no fuera porque está
tan a mano que viene siendo víctima propiciatoria de los vándalos actuales, no
se si jóvenes o adultos, porque en la comisión de estas salvajadas no hay
edades, aunque una tendencia natural nos impele a pensar en el colectivo
primero. Cuando se producen estos hechos, la reacción inicial del cuerpo social
se dirige a los responsables de la vigilancia callejera y, en verdad, no faltan
razones, porque en Cuenca ver a un policía por las calles es más difícil que lo
de la aguja y el pajar y así andan incumpliéndose alegremente todas las normas
vigentes, desde las mierdas perrunas generosamente repartidas en las aceras o
las bicicletas campando a sus anchas por una Carretería teóricamente vedada
para ellas.
Una
vez constatada la inexistencia de adecuada presencia policial, las miradas
siguientes se dirigen a la inoperancia familiar o a la inutilidad del sistema
educativo porque cualquier persona bienpensante cree, y no faltan razones, que
es ahí, en esos ámbitos, donde deberían fomentarse los valores necesarios para
formar individuos no solo cultos sino también educados y socialmente
civilizados, respetuosos con el mundo que les rodea y, desde luego, amables y
cariñosos con el lugar en que viven. Pero ahí, me parece, está la raíz
fundamental del problema: la carencia de afecto que un amplio número de
ciudadanos manifiesta hacia esta ciudad. A lo que se une, también, un claro
desequilibrio mental, una distorsión de las neuronas cerebrales que lleva a
estos individuos a actuar de manera desproporcionada, haciendo mal porque sí,
buscando una estúpida satisfacción pasajera de inútiles consecuencias. La vida
nos ofrece múltiples posibilidades de encontrar estímulos tanto espirituales
como sensoriales, desde la simple contemplación del paisaje hasta la
gastronomía, la actividad sexual, la asistencia a un buen espectáculo, la
práctica del deporte o infinitas menciones más. Dañar una escultura, porque sí,
es una imbecilidad manifiesta y con eso ya está dicho todo.
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