16 12 2017 LA PÉRDIDA DE LA INOCENCIA
La pérdida de la inocencia
Nunca
he pensado que cualquier tiempo pasado fuera mejor y sigo manteniendo esa misma
idea, a pesar de que las circunstancias cotidianas ayudan con frecuencia a
estimar lo contrario. Menos razonable aún me parece la actitud de tanto joven
iconoclasta que, desde la más absoluta ignorancia, encuentran muy divertido
apedrear un tiempo que no llegaron a conocer y por cuya comprensión no hacen
ningún esfuerzo mental. Lo estamos viendo (y oyendo) desde hace meses y se
reactiva en estos momentos: está de moda denigrar a la Constitución vigente y
ridiculizar a quienes hicieron la Transición. Lo hacen y dicen una maraña de
indocumentados recién llegados a la política y a la información (esto es lo que
más me duele), cuya altura intelectual no levanta un palmo del suelo, dotados
de una inapreciable disposición para el debate, el razonamiento, la discusión
y, menos aún, el acuerdo.
Sin
necesidad de acudir a los archivos y periódicos, confiando solo en la memoria,
me vienen a salto de mata los nombres de Gregorio Peces Barba, Fernando Abril
Martorell, Luis Gómez Llorente, Manuel Fraga Iribarne, José María Maravall,
Enrique Tierno Galván, Ernest Lluch, Alfonso Osorio, Miguel Roca, Alfonso
Guerra, Landelino Lavilla, Santiago Carrillo, Jordi Solé Tura, Gabriel
Cisneros, Joaquín Garrigues, Manuel Gutiérrez Mellado, Miguel Boyer, Francisco
Fernández Ordóñez, Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, José Pedro Pérez Llorca,
Leopoldo Calvo Sotelo… Y, por supuesto, quienes mejor encarnaron y
ejemplificaron aquel momento, Adolfo Suárez y Felipe González. Todos hombres,
desde luego, porque entonces las mujeres aún pintaban poco en política (y en
casi todo lo demás, menos en el hogar).
Contemplando
el panorama actual de políticos en ejercicio (ahora sí, con bastantes mujeres
en lugares destacados) nos tiene que invadir necesariamente el desánimo. Pocos,
muy pocos, poquísimos nombres de quienes suben a la tribuna parlamentaria o
acuden a las tertulias alcanzan, ni de lejos, la capacidad mental, verbal y
dialogante que estuvo en vigor durante aquellos años y menos aún son los que
consiguen despertar en el pueblo un mínimo interés, no diré ya apasionamiento.
Eso sí, con frecuencia se quejan de cómo ha decaído el interés popular por la
cosa política, de qué manera las gentes se han ido alejando de ellos y de la preocupación
por los avatares del parlamento y la gobernabilidad. Ese interés sigue
manteniéndose y se alimenta en corrillos pero desde una inconmensurable
desconfianza hacia quienes deberían ofrecer soluciones y remedios. Y en ese
desarraigado se ha ido perdiendo la confianza y el entusiasmo. Y se ha perdido
también la admirable inocencia que en los años iniciales de la democracia nos
llevaba a hacer colas de horas, con la ilusionada papeleta en la mano, para
introducirla en la urna de votación.
La
desazón se incrementa contemplando el espectáculo de las elecciones forzadas
para intentar sacar a Cataluña del atasco en que lleva sumida desde hace varios
años. Reduciendo el problema al nominalismo personal que he insinuado antes,
debemos hacernos cruces de estupor al saber que Carles Puigdemont está en
condiciones de volver a ser elegido, lo que es una demostración palmaria de
cuál es la degradación social y mental que se puede alcanzar. Más allá de sus
ideas, ese individuo es un botarate, un necio, un mentecato. Que cientos de
miles de personas puedan votarlo indica hasta dónde se ha profundizado en el
pozo de la estupidez colectiva. Y eso, la verdad, deprime mucho y ayuda a
pensar que el pasado, pese a todo, fue mejor.
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