09 06 2018 LA VANA ESPERANZA DE TENER UN MINISTRO AMIGO
La vana esperanza de tener un
ministro amigo
“Cuenca
ya tiene ministro y las capitales que lograron tanta bienaventuranza se
engrandecieron en cuatro días”, escribía un alborozado periódico conquense en
el otoño de 1919, al proclamar a los cuatro vientos el nombramiento de Fernando
Sartorius, conde de San Luis, diputado por Huete, como nuevo ministro de
Abastecimientos. El jolgorio se multiplicó por todas partes, especialmente por
la ciudad optense, donde se lanzaron al aire tracas y fuegos artificiales en
cantidad nunca vista y a la que, un mes más tarde, acudió el flamante miembro
del gabinete para ser recibido triunfalmentea los sones de la Banda de Música
del maestro Cabañas.
Abreviaré
el relato: el ministerio le duró al conde dos meses, hasta diciembre. Como era
costumbre en la época, los gobiernos iban y venían con una facilidad pasmosa y
sin necesidad de mociones de censura. Y Cuenca, desde luego, no se había
engrandecido ni tampoco, para ser justos, se empobreció más de lo que ya estaba
en ese anodino periodo de tiempo en que algunos pudieron presumir de tener un
ministro vinculado a la tierra.
Esa es
una esperanza común a todos los seres humanos, sobre todo los que vivimos en
provincias humildes del interior, donde hay pocas oportunidades de que alguno
de nosotros llegue a ocupar un cargo de relevancia en la administración del
país y por eso el alma popular cree que, cuando tal cosa ocurre, el beneficiado
realizará gestos evidentes para favorecer a su lugar de origen. Casi nunca
ocurre, pero la esperanza se alimenta. Con el cambio de gobierno, desaparece de
la escena el ministro Rafael Catalá, diputado por Cuenca, del que no tengo
noticias haya influido especialmente en nada positivo para nosotros. Su
antecesor en ocupar una dignidad semejante, Virgilio Zapatero, sí actuó de
manera muy enérgica desviando hacia la ciudad una serie de iniciativas
gubernamentales que en muy pocos años cambiaron el aspecto y las perspectivas;
ahí están el Parador de Turismo, el Archivo Histórico Provincial, el
Teatro-Auditorio de Cuenca, el Edificio Palafox y la UIMP. Si seguimos
retrocediendo en el tiempo para entrar en la etapa del franquismo aparece,
dominante y vocinglero, Francisco Ruiz-Jarabo, que en cada discurso público
prometía, una y otra vez, hacer todo lo posible para concluir las obras de la
catedral. Ya ven el resultado.
No hay
muchos más casos que mencionar, me parece, pero eso no impide que, en cada
ocasión de cambio, busquemos siempre la aparición de un nombre familiar cuyo
nombramiento podría venir a ser como una prueba de reconocimiento de que
existimos y somos, alimentando así la vanidad colectiva al ver que alguien de
nuestro entorno, aunque nos resulte totalmente desconocido, ha sido señalado
por el dedo de la fortuna para salir del conjunto y pasar a desempeñar un
puesto de relevancia. Con la soterrada esperanza, por qué no, de que entre sus
múltiples preocupaciones encuentre un hueco para desviar su atención hacia este
rincón mesetario. No ocurre tal cosa en el sorprendente cambio de gobierno que
acabamos de vivir, entre desconcierto y expectación, en la última semana. Esta
vez también nos quedamos sin ministro. A cambio, los posibilistas buscan
relaciones familiares y afectuosas en dos de ellos, José Luis Ábalos y Maxim
Huerta, nombramiento que me produce una singular alegría porque con él este
país recupera un ministerio de Cultura, corrigiendo así el agravio introducido
por los últimos gobiernos. Y, encima, puede ser un ministro imaginativo,
ocurrente y creativo, lo cual está muy bien.
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