25 03 2017 UN RINCÓN CON AROMAS ITALIANIZANTES
Un rincón con aromas italianizantes
Los recorridos turísticos por las
calles de las ciudades suelen tener como objetivo fundamental la contemplación
de las fachadas de los edificios notables que en ellas se encuentran. A veces,
si hay oportunidad, puede entrarse en alguna iglesia, cosa difícil en Cuenca,
porque casi todas están cerradas, pero aún es más difícil en el caso de
edificaciones particulares, salvo que se trate de algún museo. Aquí no existe
la costumbre, tan agradable en las ciudades y pueblos andaluces, de tener
abiertas las puertas para que los paseantes puedan disfrutar de la belleza
refrescante de los hermosos patios domésticos, generosamente cubiertos de
macetas con un rumoroso pilón de agua en el centro.
Paseando por las calles de Cuenca
encontramos las casas rigurosamente cerradas, algo que también es positivo
porque nos permite admirar la valiosa colección de portalones clásicos que
cierran muchas de ellas. Vaya una cosa por la otra. Pero sí hay un punto al que
es posible acceder, con el necesario permiso, claro y que, como suele ocurrir,
no está incorporado a las sugerencias visitables que indican los folletos
informativos al uso tópico que editan las instituciones. Ese lugar, bellísimo,
encantador, sugerente, es el patio de columnas del Palacio de Justicia.
El actual edificio se
levanta sobre el solar en que estuvo un noble caserón del siglo XVI, la casa
palacio de los Carrillo de Albornoz (conocida también como Posada del Alcalde
de los Hidalgos), construida durante el reinado de Carlos I, que fue derruida
por completo aunque en ese suceso alguien tuvo la feliz idea de conservar como
muestra el magnífico patio de planta cuadrada, con columnas escamadas, de
estilo renacimiento en las basas y capiteles.
Sobre aquel recinto
solariego flotó durante muchos años una sangrienta leyenda que a los seguidores
de los vetustos cronistas locales gustaba oír, sobre cómo doña Inés de Barrientos
cortó las cabezas de quienes se habían burlado de su marido, Luis Carrillo,
historieta que, en realidad, venía a ocultar sucesos de más fuste relacionados
con el levantamiento de las Comunidades. Pero no escribo aquí para contar
invenciones literarias sino para hablar del lugar, el palacio del duque del
Infantado, al que Federico Muelas dedicó numerosos y cada vez más irritados
artículos, advirtiendo su progresiva ruina sin que la autoridad municipal
moviera un dedo para salvarlo.
Y, en efecto, la
operación de derribo y nueva construcción se llevó a cabo en el año 1970, por
iniciativa de quien entonces era ministro de Justicia, Francisco Ruiz-Jarabo, consejero nacional del
Movimiento por la provincia de Cuenca y cacique ejerciente durante todo el
periodo. Su benéfica intención de dotar a la ciudad de un moderno y funcional
Palacio de Justicia podría haberse efectuado sin especiales problemas en la
parte nueva de la ciudad pero prefirió que su obra quedara vinculada, a
cualquier precio, al recinto histórico. El Ayuntamiento, sumiso, aceptó la
imposición y aprovechó la oportunidad para deshacerse de un incómodo miembro
del patrimonio, cuyo avanzado deterioro reclamaba una muy costosa intervención,
si bien nadie pensó inicialmente que ello llevaría consigo su total
desaparición pues en principio siempre se habló de “reconstrucción”, no de
demolición y sustitución por otro de nueva planta.
Para entonces, el palacio era ya un
caserón lúgubre, digno escenario para una película de ambiente gótico, por cuyas
salas y pasillos jugueteaban los niños del barrio, venciendo sus miedos. Las
obras de derribo comenzaron en mayo de 1970. Cuando terminó el proceso nos
encontramos con el enorme caserón que hoy conocemos, dominando ampliamente el
espacio de la curva de la Audiencia. Pero no todo se perdió. Dentro,
silenciosas, sin molestar, alzan su elegante traza las columnas auténticas que
soportan una elegante balconada de madera mientras traen hasta la austera
Cuenca la coquetería italianizante de su origen. Es este un rincón escondido de
la ciudad, al que apenas si miran distraídamente quienes tienen la obligación
de acudir, muchas veces a disgusto, al solar donde mora la justicia humana.
Este patio de columnas escamadas es un delicado apunte de delicada belleza que
hace contrapunto a la enrevesada jerga de la literatura jurídica.
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