25 02 2017 PEQUEÑOS PUEBLOS PERDIDOS
Pequeños pueblos perdidos
En ocasiones, no puedo evitar una
sonrisa escéptica cuando, oyendo o escuchando (ya saben que hay matices muy
sutiles entre una cosa y otra) las banales informaciones con que habitualmente
despachan las noticias en los informativos audiovisuales el joven locutor (o
locutora) de turno alude a que tal suceso ha tenido lugar en un pequeño pueblo
de tres mil habitantes. Desde la cúspide demográfica de la gran ciudad en que
él o ella viven, donde los parámetros se miden en millones, tres mil habitantes
es un número insignificante. Si desde ese encumbrado lugar en que habitan
bajaran momentáneamente a la España real encontrarían que esa cifra corresponde
a un pueblo grande, incluso bastante grande, de los que hay muy pocos en el
territorio circundante, en el que se pueden encontrar docenas de ejemplares en
los que apenas se contabilizan diez, veinte o medio centenar de seres vivos,
como ocupantes habituales de esos lugares.
Hablar de población en un espacio
geográfico como el de la provincia de Cuenca nos puede llevar a unos senderos
que se transitan bajo impresiones muy deprimentes. La cosa no es nueva, desde
luego, sino que viene desde muy atrás, cuando aquellas manos misteriosas que
trazaron los ejes por donde deberían circular el progreso, el bienestar y el desarrollo
decidieron, sin que nadie lo impidiera, que estas tierras mesetarias no tenían
derecho a participar en el festín colectivo y, por tanto, fueron condenadas a
carecer de lo que se concedía generosamente a otras. La consecuencia inmediata,
el progresivo abandono de pueblos y tierras, el estancamiento de los lugares de
mayor población, incluida la capital de la provincia (es un dato irónico
recordar que el vigente Plan de Urbanismo de Cuenca preveía una población de
200.000 habitantes) y llegar al nivel demográfico actual, que nos sitúa en el
punto más bajo de toda la serie histórica.
Hay ahora un discurso bondadoso que
intenta revertir el proceso, por lo menos detenerlo donde está y promover
algunas actuaciones encaminadas a intentar recuperar población y actividad.
Hace nueve siglos, tras la Reconquista, una audaz política de distribución de
tierras impulsada por Alfonso VIII logró, en pocos años, la repoblación de este
territorio con gentes traídas de todas partes, sobre todo de Castilla y
Extremadura. Naturalmente, los tiempos son otros bien diferentes, pero la
situación es similar. Lo que se necesita es una imaginación poderosa capaz de
poner en marcha unos mecanismos atractivos, útiles, bien planificados, capaces
de impulsar ese movimiento de regeneración social, laboral y demográfica
necesaria para evitar que sea irreversible esta evolución hacia la total
desertización.
Tres provincias, Cuenca, Teruel y
Soria (curioso: la Celtiberia de tiempos primitivos) están embarcadas en el
mismo proyecto, por ahora teórico y bien intencionado, pero merecedor de llegar
a buen fin. Mientras la palabrería encuentra los senderos que puedan conducir
hacia un final positivo, docenas de pequeños (y, sin embargo, encantadores)
pueblecitos ocupan los más insólitos parajes de estas tierras. Los políticos,
que viven en un mundo tan irreal como el de los informadores de TV, vienen
manteniendo de antiguo un empeño absurdo por eliminarlos fundiéndolos unos con
otros quieras o no. Lo hacen desde un mapa, sin preguntarles a los interesados
si quieren o no desaparecer como entidad autónoma y perder su ayuntamiento, sin
valorar si son capaces de subsistir por sí mismos como, efectivamente, ocurre
en la inmensa mayoría, que cuentan con una economía local suficiente para
mantener preciosos, y en muchos casos envidiables lugares, donde se pueden
ejercitar esas maravillosas posesiones que ansían tantos profetas de la
modernidad: la tranquilidad, el aire puro, la naturaleza, la convivencia
directa, el sabor de la tierra.
No deberían desaparecer los pequeños
pueblos que cubren la Serranía y la Alcarria e incluso buena parte de la
Mancha. Por eso deberían darse prisa quienes intentar desarrollar esos
beneméritos proyectos contra la despoblación de estas tierras del interior
mesetario. Para que puedan llegar a tiempo mientras aún quede en ellos algún
habitante. Cuando desaparece el último y llega la ruina, la solución es peor.
(En la imagen, Buenache de la Sierra).
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