22 04 2017 LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO
La gallina de los huevos de oro
Todo el mundo parece contento y
satisfecho. Incluso los que salen de Cuenca (cada vez más) huyendo de la que se
avecina, cuando regresan se muestran igualmente encantados de que la ciudad
haya estado hasta la bandera. Es como si, de manera inconsciente, todos
compartiéramos una especie de relajamiento colectivo por haber superado aquél
tópico, acuñado en un momento infausto y luego prolongado en el tiempo, que nos
condenaba a la inexistencia, al desconocimiento, al aislamiento. Ya nadie se
pregunta si Cuenca existe; al contrario, cada vez son más los que vienen y la
conocen. Eso, sin duda, contribuye a que se puedan superar algunos traumas
sociales alimentados por quienes disfrutan lloriqueando por lo mal que nos
tratan. Por lo menos en esto del turismo, las cosas no van muy mal.
El turismo de masas es un fenómeno
todavía reciente, de apenas unas decenas de años. Prácticamente, quienes ahora
vivimos somos contemporáneos de él. Hasta no hace mucho tiempo, viajar, salir
de vacaciones, era una experiencia muy limitada a escasas familias y con unos
destinos muy concretos en fechas también señaladas. Ese esquema se ha roto por
completo y ahora la experiencia viajera está prácticamente al alcance de todo
el mundo, con las conocidas excepciones de quienes dicen que para qué ir a otro
sitio con lo bien que se está donde uno vive. Por supuesto, sigue habiendo
momentos muy señalados en el calendario, incluida la Semana Santa que acabamos
de vivir, pero todo el año registra un trajín constante de quienes van y vienen
a los más insospechados lugares. La difusión de sistemas de uso personal, con
el automóvil en cabeza de la clasificación o de medios colectivos ya tan
extendidos como el avión o el ferrocarril contribuye de manera decisiva a esa
proliferación de viajeros.
La contrapartida es la masificación,
con las naturales molestias que lleva consigo. En un planteamiento ideal, el
viajero aspira a encontrar sosiego, calma, posibilidades de disfrutar de la
estancia en el lugar elegido y se siente lógicamente incómodo cuando encuentra
lo contrario. Hay ciudades, ya totalmente agobiadas, que se plantean limitar el
acceso a su interior a un número concreto de personas, como está pasando en la
angustiada Venecia o pretenden impedir la implantación de más hoteles y
restaurantes en un espacio concreto, como estudian en Barcelona, acciones que
de inmediato provocan el clamoreo de quienes proclaman la importancia de la
libertad, principio sacrosanto e intocable en una sociedad de consumo.
Quienes han invadido por completo
nuestra ciudad en estos días recién pasados de Semana Santa han encontrado
todas las molestias imaginables y algunas más inesperadas. Es evidente que la
ciudad, como todas, tiene unos límites físicos, una capacidad limitada de
coches y personas, que no se pueden estirar más allá de lo que es. Si a ello se
añade la interrupción motivada por el paso constante de procesiones, la
dificultad se incrementa. Probablemente la mayoría de los visitantes sabe lo
que les espera, desde la imposibilidad de aparcar fácilmente hasta la
dificultad de encontrar un hueco para comer por no hablar de los que debieron
buscar alojamiento en lugares algo alejados de la ciudad, pero también hay otros
que se vieron sorprendidos por una situación en algunos momentos desmadrada.
Son los que se han ido asegurando no volver nunca más. Al menos, en Semana
Santa.
Un fatalista diría que así son las
cosas y así hay que asumirlas, acostumbrándose a ellas. Un optimista invitaría
a los responsables de la gestión turística a buscar remedio razonable para
ordenar lo que ahora es un caos incontrolado. La realidad no nos anima a creer
que alguien, en algún sitio, tenga respuestas al problema, porque para ello primero
haría falta tener claro el concepto de ciudad que se quiere para quienes aquí
vivimos con una prolongación necesaria hacia cómo recibir y tratar a quienes
nos visitan. La ausencia de cualquier idea sólida sobre ese concepto de ciudad
condiciona todo lo demás. Pero mientras, quienes estos días han hecho su agosto
están encantados. La gallina de los huevos de oro ha producido sin parar. Y
eso, el presente inmediato, parece ser lo único importante. Lo otro, atascos,
saturación, aglomeraciones, suciedad, molestias, agobios, eso no interesa ni
hay por qué pensar en ello.
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