17 06 2017 CIEN AÑOS SOBRE DIEZ MIL
Cien años sobre diez mil
Los
centenarios de personas, hechos o sucesos tienen una utilidad no siempre
reconocida: ayudan a recuperar la memoria perdida, o al menos adormilada, de
algo que ocurrió en tiempos pasados, remotos incluso y que a gracias a esa
celebración alcanzar una vigencia contemporánea, probablemente pasajera pero
quizá útil para alguien. Estoy convencido de que tal cosa es cierta, aunque
tengo algunas dudas sobre que tal certeza se pueda aplicar al caso que hoy me
ocupa en este comentario semanal.
Se cumplen
cien años del hallazgo inicial de las pinturas de los abrigos rupestres
situados en Villar del Humo y no se cuántas personas, amantes de Cuenca, su
historia y su cultura, pregoneros incansables de los valores históricos y
paisajísticos de esta tierra, habrán sentido el deseo de hacer una excursión
hasta aquel remoto lugar para contemplar el fastuoso espectáculo que ofrecen
aquellos parajes, admirar la esbeltez de la Torre Balbina, sorprenderse por la
insólita ubicación de la Torre Barrachina o sentir el pasmo que produce siempre
(a mí, al menos) la contemplación de esos rasgos firmes pese a su inocencia
sobre la superficie rugosa de las piedras milenarias, la más antigua señal de
que un espíritu humano habitó estas tierras y sintió el deseo incontenible de
fijar su existencia trazando esos dibujos de sorprendente realismo.
Si alguna
experiencia envidio no hay ninguna como la de sentirme, con la imaginación,
cuando Enrique O’Kelly paseaba a caballo por aquellos parajes, después de su
jornada laboral para la Resinera Española, en la zona que va de El Castellar a
Cristinas, pasado Pajaroncillo. Nadie, hasta entonces, había registrado señal
alguna de que en la provincia de Cuenca hubiera pinturas rupestres, aunque para
entonces ya el mundo científico estaba disfrutando con el hallazgo de Altamira.
Aquella tarde de 1917, O’Kelly salió a dar su habitual paseo y se dirigió hacia
la Peña del Escrito. Él mismo lo contó, en carta que conserva la familia y que
yo reproduje en un ya vetusto artículo: “En
un pequeño valle, un vallejo, como se dice en el país, pobladísimo de pino
pinaster y a la izquierda del mismo, se alza un enorme macizo de rocas
silíceas, de flancos perpendiculares en muchos sitios y que con algunas
soluciones de continuidad, alcanza una longitud de más de 300 metros , y en
cuyo primer tercio y en el lugar más orientado al mediodía, descubrí el clásico
abrigo con magníficas pinturas rupestres, representando animales diversos,
toros, ciervos, etc., estando en mayor número representaciones de la capra
hispánica, característica de las pinturas en abrigos y cavernas de la época en
que estas que describo fueron hechas”.
Imagino el
estupor primero, la sorpresa después, la alegría final, inmensa, envolviéndolo
todo, de este singular explorador, al encontrar ante sus ojos un espectáculo
inimaginable, lo que es un auténtico descubrimiento, algo reservado a muy
escasos seres humanos. Y también su orgullo al ponerlo en conocimiento de
quien, por su posición, podía ser el vehículo adecuado para transmitirlo a la
comunidad científica. Juan Giménez de Aguilar fue el destinatario de aquel
primer mensaje y apenas cuatro años después las pinturas rupestres de Villar
del Humo estaban ya insertas en el repertorio mundial de la sabiduría, porque a
las iniciales de la Peña del Escrito se habían añadido ya las de Selva
Pascuala, Cuevas de Marmalo y Castellón de los Machos. El gobierno en este caso
no fue remiso: siete años después, en 1924, llegaba la declaración de monumento
histórico-artístico.
Todo ello
pasó, empezó a pasar, hace ahora justamente un siglo. El centenario debería
servir no solo para que se lleven a cabo algunos de los actos que están
previstos y que encontrarán, como suele ocurrir, un eco dispar, en función de
las fechas y de la difusión que se les quiera dar, pero más allá de ese
planteamiento lo que debería suceder es una auténtica peregrinación popular
para conocer esta primitiva creación humana que desde las paredes rocosas nos
contemplan desde hace diez o doce mil años. Ahí, en ese lugar, se encuentra el
primer aliento de vida racional en las tierras de Cuenca y no está de más
acudir a conocer cómo veían el mundo nuestros más remotos antepasados.
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