14 08 2016 AGUA VERDE Y FRESCA DEL JÚCAR
Agua verde y fresca del Júcar
De siempre, ha habido aquí, entre
los conquenses, una especie de culto hacia el río Júcar, a su entidad física,
real, visual, símbolo de una belleza inaprensible pero también hacia su
significado íntimo como elemento conductor de vida, que impregna cuanto toca y
en el que uno puede sumergirse alegremente para encontrar en sus aguas la
limpieza transparente, el frescor consolador de agobios y calores, el verdor
que cantaron los poetas. El Júcar es ese hilo incansable surgido entre las
rocas serranas en el comienzo de los tiempos y desde allí, durante millones de
años, viene haciendo el mismo recorrido hasta acercarse, abrazar y rodear a la
ciudad, la única capital que encuentra en ese camino y quizá por eso aquí somos
conscientes de que es, verdaderamente, el río de Cuenca, nuestro río, aunque en
otros sitios se hayan apoderado de él para manejarlo en forma no siempre
lícita.
Durante generaciones, tantas que
probablemente habría que llegar a la primera de todas, bañarse en el Júcar fue
una tradición asentada con total firmeza en estos andurriales abruptos de la
Serranía; cualquier recodo era bueno para llevar a la práctica el chapuzón
veraniego, a pesar de que alguno de ellos producía disgustos inesperados, como
cosa propia de la accidentabilidad que acompaña a los actos humanos. Había uno,
aguas abajo, que la inventiva popular bautizó como “Benidorm” y ciertamente
recibía diariamente docenas de usuarios gratis porque allí no había instalación
alguna ni medidas de protección, precisamente los factores que diferenciaban el
otro lugar, el de los señoritos, la Playa, con sus vestuarios, trampolines,
canoas, chiringuito y demás ingredientes propios de un recinto debidamente
preparado para prestar un servicio en condiciones adecuadas.
La Playa (que algunos tontos se
empeñaron en llamar artificial, como si las playas de río no sean tan naturales
como las del mar) fue uno de esos inventos felices que de vez en cuando se les
ocurre a los Ayuntamientos. Había allí, desde luego, un amplio tramo remansado,
de cómodo acceso, como bien supieron durante décadas los gancheros que en ese
lugar descargaban los troncos de pinos tan laboriosamente transportados sobre
el agua, desplazados de ese punto en aras de las nuevas exigencias que traía
consigo la modernidad, abriéndose camino, pese a todo, en el ánimo de la arisca
ciudad. Cada verano, al llegar la temporada, alcalde y obispo firmaban al
alimón un severo comunicado informando al público de las rigurosas normas que
debían cumplirse en defensa de la decencia pública, a partir del sacrosanto
principio de evitar la inconveniente mezcla de hombres y mujeres y, por
supuesto, con los cuerpos bien cubiertos fuera del agua, no fuera que la visión
de las parciales desnudeces provocara impúdicos sentimientos, en unos o en
otras. La autoridad cumplía el rito anual y la gente hacía lo que mejor le
parecía, como suele ocurrir.
La Playa fluvial vino a ser un
aldabonazo considerable en las costumbres de los conquenses que entraban en la
segunda mitad del siglo XX y sus efectos duraron hasta que un nuevo invento
vino a competir con ella, el de las piscinas, a donde se trasladaron las
aficiones natatorias, en detrimento del Júcar, que empezó a quedar como
receptáculo de fieles irredentos o de aventureros capaces de combatir sin
desmayo la fresca temperatura de sus aguas. Tengo un amigo, todavía felizmente
vivo, que presumía (y era verdad) de bañarse en sus aguas hasta el mes de
noviembre, cuando sólo él se atrevía a hacerlo hasta echar por su cuenta el
simbólico cierre que ponía término a la temporada. Yo reconozco que hace tiempo
renuncié a ese placer, que recuerdo con la nostalgia envolvente de los tiempos
juveniles, pero sigo valorando la capacidad sugerente del Júcar, la belleza de
sus aguas verdes y transparentes a un tiempo, el golpeteo de frescor con que
recibe los cuerpos, la amistosa caricia de limpia confianza con la que acompaña
las evoluciones en su interior, el sentimiento siempre impresionante de
contemplar la poderosa presencia de los farallones rocosos que desde la altura
asisten impávidos a lo que sucede allá abajo, en el agua.
Agua verde y fresca del Júcar. La
misma de siempre, durante milenios, aunque cada gota apenas si tenga vigencia
una fracción de segundo. Río totémico, mágico, misterioso y, sin embargo, a la
vez, amistoso, muy amistoso.
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