ANTONIO PÉREZ Y SUS CIRCUNSTANCIAS (y 2)
Toca hoy hablar de los primeros pasos que dieron lugar a la formación de la Fundación Antonio Pérez, ahora rebautizada como Centro de Arte Contemporáneo.
Imagino
los entresijos de la negociación personal que se debió desarrollar. Por un
lado, Antonio Pérez, un ácrata antisistema intentando convencer de la bondad de
su idea a la lideresa del grupo derechista y conservador que en esos momentos
dirigía la Diputación Provincial, Marina
Moya, la primera y única presidenta del órgano provincial. Sabiendo y viendo lo
que hoy pasa en este país nuestro, sólo cabe un asombro maravillado ante la
forma en que ambos alcanzaron el acuerdo. Cierto que en medio había un personaje
fundamental, Jesús Mateo Navalón, diputado de Hacienda, capaz de elaborar un
mecanismo administrativo y económico de habilidad tal que pudo sortear la
tendencia natural de los órganos burocráticos de las administraciones locales,
cuyo objetivo básico parece ser el de impedir que las cosas funcionen, sobre
todo las que tienen que ver con la cultura. La voluntad de ellos dos y la
habilidad del tercero fueron suficientes para sacar adelante el invento y
además, sin tener en cuenta la maledicencia por no decir envidia de quienes
intentaron poner el grito en el cielo ante el acuerdo alcanzado, de contenido muy
simple: Antonio Pérez cedía a la institución provincial conquense toda su
colección de obras de arte, objetos, revistas y libros recibiendo a cambio un
sueldo mensual durante toda su vida, cantidad que a su vez continuaría
invirtiendo en nuevas obras que seguidamente cedería a la Fundación y así ha
sucedido hasta el último día de su vida.
La
guinda de este sorprendente invento la puso el lugar elegido para depositar la
colección, el antiguo convento de carmelitas descalzas, al final de la Ronda de
Julián Romero, edificio también adquirido por la Diputación sin tener un
objetivo final al que destinarlo. En ese ambiente dudoso, primero apareció la
UIMP y a continuación la Fundación Antonio Pérez, repartiéndose ambas el
espectacular espacio ambiental proyectado por el arquitecto Arturo Ballesteros,
que previamente había diseñado la casa en que vivo, un noble edificio de la
calle Alfonso VIII, alusión suficiente para que se comprenda el respeto que
siento por el riguroso y creativo trabajo de este excelente técnico, cuya
muerte ha precedido en unos meses a la de Antonio Pérez. Las carmelitas dieron forma a un mágico espacio
expositivo, resultado de adaptar brillantemente las circunstancias propias de
un recinto conventual fiel a las características arquitectónicas tradicionales
en Cuenca, con rincones, escaleras, miradores sobre la hoz, etc., uno de esos
sitios en que, como ocurre con el Museo de Arte Abstracto, sorprende tanto el
continente como el contenido. Antonio
Pérez, dotado de manera singular para el difícil arte de la escenografía
mediante una sabia combinación de criterios artísticos con otros didácticos y
valorando siempre el espectáculo, que lo ofrecido visualmente sea lo más
atractivo posible, lejos de los conceptos museísticos tradicionales dio lugar a
que un recorrido por la Fundación sea no solo artísticamente interesante, sino
una experiencia muy divertida.
La
coexistencia entre Fundación y UIMP solo duró unos años: con la paciencia
laboriosa de una hormiguita, Antonio Pérez fue desarrollando y asentando su
proyecto hasta lograr lo que una persona muy cercana a él había predicho: acabará
echando a la UIMP y quedándose con todo. Dicho y hecho: la Fundación es ahora la
ocupante exclusiva del convento y la Universidad tiene su propio espacio, en
otro edificio de la Diputación y, por cierto, igualmente desarrollado con
inteligencia y buen gusto por Arturo Ballesteros.
De
manera que en 1998 abrió sus puertas la Fundación Antonio Pérez, para sorpresa
y diversión de cuantos formaron la legión de los primeros visitantes en
participar en una experiencia verdaderamente muy satisfactoria. Fue el primer
paso. Luego vino el doble Museo de San Clemente (uno de ellos, el del Objeto
Encontrado, no prosperó, y es una pena), el de Huete dedicado a la Fotografía y
el habilitado en su ciudad natal, Sigüenza, por la que Antonio Pérez siempre ha
sentido una debilidad especial. Durante mucho tiempo estuvo insistiendo para
que fuéramos a conocer esa ciudad, por otra parte bellísima, y al fin
encontramos la oportunidad (ya saben, eso que dicen los pedantes, ajustar
agendas) y allá nos fuimos, mi mujer, Clotilde, Antonio y yo, en mi coche. Había
que ver cómo lo querían sus paisanos: Don Antonio por aquí, don Antonio por
allá. Y don Antonio se esponjaba, feliz, mientras nos ilustraba sobre las
calles, los edificios, los productos de la artesanía local, como un eficaz guía
turístico.
El
proceso de implantación de la Fundación Antonio Pérez coincidió en el tiempo
con el que también intentaba promover su amigo Antonio Saura, pero con unos
planteamientos totalmente distintos. La forma diferente en que se gestaron las
dos Fundaciones debería ser objeto de un estudio monográfico sobre la
naturaleza humana y los vericuetos de la política. Antonio Pérez eligió el
discreto y sencillo trato personal y directo. Saura se inclinó por el ambicioso
plan de implicar a todas las instituciones; se me quejaba amargamente del
incontable repertorio de dilaciones y falsas promesas que iba recibiendo y ello
lo mezclaba con un cierto toque envidioso: ¿Por qué la Fundación de Antonio avanza
y la mía no? Antonio Pérez se divertía socarronamente con los apuros de su
amigo y continuaba dando pasitos adelante. Casi medio siglo después, la
Fundación Antonio Pérez se mantiene en un saludable nivel de prosperidad y la
de Antonio Saura se lanzó a mar proceloso y navegó, como el Titanic, entre
aguas turbulentas, hasta que se encontró con el invencible iceberg que la
sepultó en el olvido.
Al
comenzar el siglo XXI le gasté una pequeña faena, que casi me remuerde la
conciencia. Estábamos poniendo en marcha la Fundación de Cultura Ciudad de
Cuenca para gestionar el Auditorio con un mecanismo diferenciado del municipal
y en los estatutos que preparé incluí la figura de dos patronos independientes,
con los que quizá compensar algo la presencia de los políticos. Elegí a Antonio
Pérez como uno de ellos y a regañadientes aceptó pues la servidumbre de la
amistad tiene estas cosas. A cada reunión convocada, asistía con mansedumbre
franciscana y ocupaba siempre el mismo lugar en la larga mesa, desde donde oía
las peroratas de rigor. Cuando el alcalde decidió que había llegado la hora de
cesarme, Antonio se apresuró a dimitir (también lo hizo el otro patrono) y así
salimos todos a la vez, tan contentos.
Hoy,
festividad de San Antonio, en el día que hubiera cumplido 91 años, primero en
la facultad de Bellas Artes y luego, por la tarde, en la Fundación, personas
inteligentes e ilustradas nos hablarán de algunos de los matices enriquecedores
que formaron parte de la personalidad de Antonio Pérez. Yo aquí sólo he hablado
de algunas cosas que aprendí de él a lo largo de una dilatada y amistosa
relación. Porque probablemente, sólo probablemente, soy el superviviente más
antiguo de cuantos lo conocimos y tratamos.
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