ANTONIO PÉREZ Y SUS CIRCUNSTANCIAS (1)
Probablemente, sólo probablemente, soy la persona más antigua, de cuantas sobrevivimos, que conoció y trató a Antonio Pérez. Veo la lista de quienes van a intervenir mañana en el doble homenaje que se le va a tributar, primero en la Universidad y luego en la Fundación que lleva su nombre y compruebo que, en efecto, todos son más jóvenes que yo, lo que me reafirma en la impresión que acabo de comentar. Ellos quizá, sólo quizá, lo conocieron después que yo.
Como suele ocurrir en estos casos, es difícil señalar
el día concreto en que Antonio Pérez comenzó a ser parte del paisaje humano de
la Plaza Mayor de Cuenca e igualmente difuso es el día en que tuvimos nuestro
primer contacto, pero entre las nebulosas de la memoria sí se definen algunos
perfiles de cierta consistencia que me llevan a imaginar un día concreto, una
mañana tibia, quizá de primavera, en que estoy cruzando la Plaza Mayor de
Cuenca para ir a no se dónde y al fondo, ocupando la parte delantera del
convento de las petras, se dibuja la imagen de un personaje nuevo en el
consolidado espacio del casco antiguo Va solitario, viste con un sobrio aliño
indumentario al estilo machadiano, lleva un periódico doblado debajo del brazo,
recién adquirido en el quiosco de Maribel, el único que en la parte alta se
dedica a semejante actividad, tan poco lucrativa (y eso que entonces aún había
algunos compradores de periódicos, especie hoy en total vía de extinción) y
mira a un lado y a otro, con la atención curiosa de quien está descubriendo un
ámbito en que aún se siente inseguro.
Intento recordar y estoy convencido de que aquel día
no cruzamos ni una sola palabra. Quizá nos miramos, como dos extraños,
preguntándonos ambos quiénes éramos. El encuentro lejano se repitió algunas
veces más y ello me llevó a preguntar a los habituales del barrio sobre la
naturaleza de aquel sujeto algo misterioso, de vestidura ascética y mirada
curiosa, siempre con un periódico o un libro bajo el brazo. Comprobé que todo
el mundo compartía mi extrañeza. No era funcionario municipal, ni comerciante,
ni empleado de la curia eclesiástica, ni turista y no se le conocía oficio ni
beneficio. Alguien dio la primera pista: se encarga de cuidar la casa de Saura.
Y esa fue, creo, la primera y correcta definición sobre quién era Antonio
Pérez: el amigo, quizá el representante, o el marchante, de Antonio Saura.
Aquello debía ocurrir en los primeros años de la
democracia recién recuperada, aunque como sabemos, mucho antes ya había
empezado a venir esporádicamente a Cuenca, pero ahora, en este tiempo que estoy
rememorando aquí, había decidido vivir
en la ciudad, comprar una casa en la calle de San Pedro y afincar en ella la ya
amplia colección que había ido formando de todo tipo de materiales curiosos,
desde libros, folletos, revistas hasta objetos de arte y, sobre todo, como seña
de identidad, su particularísima colección de objetos encontrados. Lo que había
hecho antes está en su biografía y no es cosa de repetirlo aquí.
La primera noticia pública por la que su nombre empezó
a figurar en los papeles impresos locales fue la puesta en marcha de la
colección Antojos, una empresa en verdad sorprendente, formada por libros de
élite en los que un texto muy selecto aparecía acompañado de ilustraciones no
menos seleccionadas y todo ello, como es fácil imaginar, para consumo de un
mercado exquisito, por canales bien diferentes a las librerías convencionales y
por esa vía entramos en contacto personal. El tercer número de la serie estaría
dedicado a El crimen de Cuenca, con texto de Caro
Baroja e ilustraciones del Equipo Crónica. Antonio me pidió información sobre
el suceso, porque ya entonces había una notable confusión (que permanece) sobre
cuándo y cómo fue el dichoso crimen y ese soporte documental fue mi pequeña aportación
personal al volumen pero tal cosa dio paso, como diría el inspector Renaud a Rick
Blaine, al comienzo de una larga, inquebrantable amistad. Pero aún no había
escrito nada sobre él: lo hice en 1982, precisamente sobre ese tema: “El quinto
antojo de Antonio Pérez”.
Lo
realmente apasionante, tanto desde el punto de vista informativo como en el
personal, fue el proceso de creación y puesta en marcha de la Fundación, asunto
que se ha contado repetidamente en los aspectos formales, externos, pero me
parece que muy poco hacia los entresijos de una de las elaboraciones más
curiosas y sorprendentes que he podido conocer en mi larga experiencia
informativa. Previamente, en diciembre de 1994, había presentado en el Círculo
de Bellas Artes de Madrid la primera versión de su colección de objetos
encontrados por ahí, en rincones urbanos o senderos rurales que había ido
reuniendo durante toda su vida, una propuesta que sorprendió a tirios y
troyanos, sobre todo a quienes tienen una idea preconcebida de qué es el arte y
que se encontraron descolocados ante una propuesta absolutamente heteredoxa. Y
que sirvió como argumento básico para empezar a situar en el horizonte la
posibilidad de una Fundación artística.
Pero
esa es otra historia. La contaremos con más detalla mañana.
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